De amapolas y lilas

Sarah Gil

Todo era verde. Todo menos el cielo. El cielo era azul. Y la tierra húmeda del suelo era de un marrón muy oscuro, casi negro. En esa tierra crecían flores, y árboles, y hierba. Las flores eran de muchos colores y formas, y la hierba casi siempre era fina y suave.

En la aldea de Zuri había muchas cosas, y cada una de ellas tenía su lugar, su color, su forma. También había una valla muy alta, llena de pinchos de metal. Al otro lado de la valla no había praderas, sólo hormigón. Y el cielo no era azul, era del color del humo y la suciedad. Pero todos en la aldea de Zuri decían que se vivía mejor allí, donde el suelo era cemento y el aire era gris.

La ciudad, llamaban a aquel sitio. Quién pudiera vivir en la ciudad, suspiraban, observando la metrópoli desde su humilde poblado de casas de cartón. Chicago. Zuri no entendía por qué alguien querría poner un pie en aquel sitio frío donde el sol apenas se dejaba ver y las amapolas no crecían. A ella le gustaba más su lado de la alambrada. Allí comían bayas y frutas, y, a veces, cuando hacía frío y los dinosaurios eran presa fácil para los cazadores de la aldea, asaban parte de un triceratops al mediodía, y guardaban el resto en las cuevas de la montaña para cuando lo necesitaran. En verano, todos los niños del poblado nadaban en los lagos de la región, persiguiendo a los placodontos y agitando las aguas cristalinas, y, en invierno, se cobijaban bajo sus coloridas mantas de piel de lagarto y saltaban sobre la escarcha de los prados de lilas. También había cosas malas claro, por ejemplo; cuando había tormenta, las chozas se caían a trozos y tenían que dormir a la intemperie varios días, hasta que amainara y pudieran volver a reconstruirlas. De vez en cuando, un tiranosaurio se acercaba al poblado y derrumbaba alguna chabola, o robaba las reservas de carne de los aldeanos.

Pero Zuri no cambiaría absolutamente nada; nunca había estado al otro lado de la valla, y, desde luego, no quería estarlo. En la ciudad todo era de metal y de piedra, y nunca había viento, porque los rascacielos le cortaban el paso. No había dinosaurios, ni animales grandes de esos que campaban a sus anchas por las llanuras cubiertas de matojos. La madre de Zuri decía que era porque los habían encerrado a todos en aquel lado de la alambrada, la gente de la urbe no quería verlos. Decían que eran peligrosos. Que podían destruir poblaciones enteras. Que había que quitárselos de en medio. Y, de paso, ¿por qué no exiliar también a la clase baja? 

Hacía ya siete años, el gobierno de Chicago construyó aquel muro de alambre y arrojó a los inmigrantes y mendigos al otro lado. Después, trasladaron a los animales y a los grandes saurios. Y luego cerraron la frontera. Y electrificaron la valla. Y nunca nadie la volvió a abrir. Algunos intentaron cruzar el límite. Basta con decir que no lo consiguieron.
Muchos murieron de hambre o de frío, pero la gran mayoría de exiliados sobrevivieron. La naturaleza les proporcionaba todo lo que necesitaban. 

La ciudad, se escuchaba en el campo. La ciudad. La civilización fue haciendo avances, contaminando, construyendo, fabricando. El lado sur del muro prosperaba y crecía, mientras que el norte se ahogaba en una miseria cada vez más profunda. Surgieron ideas entre los sureños. Cuanto más grande era su imperio, más querían. Necesitaban más terreno edificable, necesitaban más espacio, necesitaban…Llegaron a la conclusión de que lo que necesitaban era cruzar la línea. Necesitaban talar los bosques norteños. Y talar a quien se pusiera en su camino. En su camino estaban los animales, los dinosaurios y los desterrados. Tiraron bombas en las tierras verdes, dejando de lado cualquier escrúpulo. 

Las llamas remplazaron a las amapolas y redujeron las lilas a cenizas.

Zuri fue una niña de seis años. Nació bajo las estrellas en una lluviosa noche de noviembre. Nunca supo leer, ni escribir, ni sumar o restar. Solamente aprendió a cazar mariposas.