El tiempo detenido
María García
La pregunta queda sostenida en el aire, atrapada en el exiguo espacio entre las cuatro paredes de la habitación, como unos puntos suspensivos infinitos. Las manecillas del reloj se deslizan impacientes. Mario manosea nervioso las sábanas sudadas, intentando ordenar la maraña de pensamientos y recuerdos que se enredan y se retuercen entre palabras sin sentido. Las manos temblorosas. La boca abierta. Los ojos achicados por el paso del tiempo como frutas marchitas.
Intenta empezar su frase varias veces. Prueba hilar sílabas, sonidos. En vano. Hay días en los que el torrente de ideas desordenadas solo desemboca en la nada. Hay días en los que solo quedan imágenes inconexas, instantáneas, fugaces, de un pasado y presente que se diluyen entre recuerdos inventados, entre visiones que tienden una trampa perversa a su memoria. Esos días, Mario se pierde en su mundo interior, y le cuesta encontrar la salida. Solo quedan las emociones, igual de intensas que antaño.
“¿Papá…?”, vuelve a preguntar la misma voz de mujer.
Durante unos segundos, los recuerdos regresan, atropellados. A lo lejos, ve a una niña corriendo hacia él sin zapatos, con los pies desnudos sobre la arena. Los brazos abiertos. Los rizos escapan rebeldes bajo el sombrero. Un vestido azul y un collar de caracolas. Las bocanadas de aire saben a salitre. Las risas acallan los trinos turbios que anuncian el ocaso. Y, luego, la nada.
Entrecerrando los ojos, Mario regresa al presente. Su vista se vuelve a perder en la
estancia en la que vive confinado. Sobre la cómoda, la novela que nunca terminó de leer, una pila de viejas fotografías y papeles desordenados, retazos de una historia a medio camino entre lo que fue y lo que pudo haber sido.
Al fondo, las cortinas trazan una frontera infranqueable con otro mundo. Un mundo que se antoja lejano, ajeno. Un mundo en pausa por el que transitan fantasmas anónimos enmascarados y sombras apresuradas que evitan tocarse.
El furor del viento atiza y retuerce las endebles ramas de los árboles, que se desprenden abatidas de las últimas hojas del otoño. La lluvia repiquetea en la ventana y atraviesa con su eco el cristal, y rompe el asfixiante silencio de la fría estancia. Su melodía serena se extiende como un concierto contagioso a través de las paredes de la residencia, y alcanza la sala común, hace meses llena de vida y hoy condenada al vacío.
—Papá… —La voz vuelve a reclamar su atención, y el sonido arrastra a Mario de vuelta hasta los pies de su cama—. Solo quería saber si estás bien. Todavía no sé cuándo podré ir a verte. Las cosas vuelven a estar mal, ¿sabes? Pero te echamos mucho de menos… —La voz querría decir muchas más cosas, pero no se atreve a acabar la frase. Duele demasiado.
—Disculpad, pero tengo que cortar la llamada. Mi turno está punto de terminar —interrumpe la figura masculina a los pies de la cama de Mario. La voz quebrada se
pierde entre balbuceos y despedidas inconclusas al otro lado de la línea.
Con celeridad, la figura guarda el teléfono en la bata, seca con un trapo la saliva
pegada en la sábana húmeda y recoloca la almohada.
Durante unos instantes, antes de que la silueta salga del cuarto cerrando la puerta
tras de sí; sus miradas se cruzan. Aunque la memoria no lo traicionara, Mario no podría acertar a adivinar su nombre.
Todas las siluetas anónimas que habitan su pequeño mundo son ahora iguales. Las
mismas mascarillas ocultan las extintas sonrisas. Las mismas ojeras profundas. La misma mirada hundida por el cansancio y por las noches en vela. Los mismos surcos en la frente, socavados por el miedo.
Fuera, los árboles siguen soltando sus hojas, una a una, ajenos a un mundo extraño
que gira a un ritmo ralentizado. Ayer, hoy, mañana, se funden entre las cuatro paredes donde el tiempo se detiene y solo las siluetas de bata blanca van y vienen silenciosas. Pero él sonríe. Sabe que en algún momento la voz regresará. Y entonces volverá a verla a ella: la niña del vestido azul y con el collar de caracolas.