El reflejo

Alberto Hidalgo

Si hubiera sabido lo que me esperaba detrás de la puerta, nunca habría llamado. Pero lo hice. Al despertar, Paloma no descansaba a su lado de la cama. Podría haber estado en el baño, pero no, nadie respondió. Entré y sobre la tapa del váter, para mi sorpresa bajada, vi un globo ocular suelto. Ovalado y con no más de tres gotas de sangre sobre el plástico blanco, se distinguía la córnea, la pupila parda, el iris y el nervio óptico desconectado del cuerpo de procedencia. El ojo miraba, por decirlo de algún modo, hacia el lavabo, y el nervio óptico apuntaba hacia la bañera.

No lo toqué, olvidé de súbito las ganas de hacer pis, y dejé la puerta, de nuevo, cerrada, no sin antes hacerle una fotografía con el móvil al ojo huérfano, quizá pensase que podría desaparecer y que, luego, al contralo, nadie me creería.

Como me sobresalté por la impresión, quise beber un poco de agua fresca, el agua tranquiliza; abrí, en la cocina, la nevera. En la balda central había, en un plato de porcelana, blanco, una oreja humana. No había nada más en esa balda, en la que, si no recordaba mal, había dejado la noche anterior una fiambrera con las sobras de los macarrones que cenamos Paloma y yo. No reconocí el plato, no era de los nuestros, la oreja descansaba en el centro, alargada, del lóbulo le brotaban tres o cuatro pelos negros muy finos, el pabellón se alzaba un poco de la superficie de porcelana y por la parte seccionada sobresalían restos de cartílago. En los bordes de la circunferencia interior del plato había restos de sangre coagulada.

Cerré la nevera. Abrí el grifo del fregadero y, cuando iba a coger un vaso, vi que del escurridor en el que apilo los platos colgaba un trozo de carne. Se sujetaba de un hilo. Había sangre en el fregadero. Caía gota a gota. El hilo se ensartaba en una parte puntiaguda de la carne, que luego se ensanchaba. La parte que abajo colgaba era sanguinolenta. Al poco comprendí, por la forma triangular y la superficie rugosa, que era una lengua, allí colgada sobre mi fregadero.

Bebí, con cuidado de no mancharme, del grifo. El sabor del agua era metálico, no pude tomar más de un trago. El pulso se me aceleró, me parecía que el aire era insuficiente para lo que los pulmones me demandaban. Me senté, aletargado, en una de las sillas metálicas de la cocina. Pensé en bajar a los ultramarinos por agua envasada, agua con sabor a agua. Tomar agua tranquiliza.

En ese momento oigo el timbre de la puerta. No espero visitas. Comprendo que Paloma ha salido, ni estaba en el dormitorio cuando desperté, ni ocupaba el baño ni está en el salón. Hace frío para la terraza. Descarto que se haya marchado definitivamente dejándome estos recuerdos: sus ojos son azules, la lengua la tiene mucho más pequeña y la oreja, tan peluda, no es suya, eso es seguro.

Por la mirilla veo una pareja de policías de uniforme, una mujer y un hombre. Pongo la cadenilla y abro una rendija. No sé por qué hago eso.

—Policía nacional, ¿está todo en orden? Hemos recibido llamadas de los vecinos. Dicen que han oído gritos en este piso.

Intento hablar. Las palabras me huyen. Emito un sonido gutural, como si fuera un gorila o cualquier otra criatura salvaje. No soy capaz de más, me siento mareado, casi pierdo el equilibrio, en mi ángulo de visión se cuelan miles de lucecitas, como luciérnagas que se apoderan de toda la realidad, me apoyo en la pared a la espera de que las cosas vuelvan en sí.

—Abra usted la puerta; esto no es una broma, señor, es una orden.

Quito la cadenilla. Veo mejor. El hombre es corpulento, la camisa le queda muy ajustada, se mantiene en segundo plano. La mujer es delgada y de poca estatura, tiene el pelo castaño recogido en una cola. Voz autoritaria. Dice:

—¡Dios mío, está hecho un cristo!

Me miro en el espejo del recibidor. Acerco la cara al cristal. La imagen es horripilante.