El puto brócoli

Esther Muntaner

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Su cabeza había impactado contra la luna del coche, y su cuerpo yacía inerte sobre sus brazos. Fuera había nevado tanto que la carretera parecía una serpiente albina deslizándose siniestramente por la ladera de la montaña. El olor a brócoli había impregnado la tapicería del coche y se le agarraba a las fosas nasales cual sanguijuela, paralizándola y retrasando la llamada a la ambulancia, que le podía salvar la vida. 

Había sido una mañana pésima. La había inaugurado una discusión con su jefe,  cuya soberbia y aires de superioridad le impedían admitir que había cometido un error y era capaz de humillar al otro con tal de que aceptara la culpa. Ella estaba harta de agachar la cabeza y ser partícipe de aquel juego que no hacía más que terminar de convencer a su superior de que era incuestionable, pero también era consciente del puesto que ocupaba y de su vulnerabilidad. La sensación de derrota y frustración la habían acompañado durante el resto de la mañana.

Lorenzo, su marido, estaba de guardia, así que le tocaba a ella recoger a su hija Sara de la guardería y llevarla a casa de su madre antes de regresar al trabajo al turno de tarde. Al salir de la oficina, se encontró que la tormenta de nieve había provocado un atasco, que le hizo llegar media hora tarde. En la guardería, le dijeron que la pequeña apenas había querido merendar y que llevaba un rato inquieta. 

Todavía podía oír, en el habitáculo del coche, sus llantos y gritos, dominados por el hambre. Aquel día tocaba brócoli: alimentación autorregulada con sólidos. Había preparado un tupper porque su madre decía que ella no entendía de esas cosas modernas; que, si quería que le hiciera un puré a la niña, ella se lo hacía, pero que, si tenía que darle cosas raras, le preparara ella la comida. Iban con retraso y no podía permitirse ser impuntual después de la discusión con su jefe, pero tampoco podía dejarla llorar la media hora que la separaba de casa de su madre —o más, según pronóstico de atasco—; hay pocas cosas más angustiantes que el llanto de un bebé. Entonces, decidió abrir la bandeja tras el asiento del conductor y ofrecerle los ramilletes que había hervido la noche anterior, los mismos ramilletes que en ese momento decoraban la misma luna que le había reventado el cráneo. El puto brócoli.

En el estrado de la sala de lo penal, se preguntaba si la justicia podría devolverle a su hija, a la que aquella serie de catastróficas desdichas casi le había arrebatado. Su marido argumentaba que el altercado con su jefe y la tormenta de nieve no eran justificación suficiente para haberse olvidado del cinturón y de haber puesto en peligro su integridad física. Solicitaba la custodia completa de la niña, que  necesitaba atención las 24 horas, y pedía dos años de prisión para ella sin fianza. 

Cerraba los ojos y se veía aquella noche, percibiendo el primer desliz de los neumáticos sobre el hielo y recordaba, segundos antes del impacto, que había olvidado ponerle el cinturón a Sara. En un fútil intento por protegerla, había estirado el brazo a modo de barrera para reducir el golpe, pero todo había sido en balde. Cuando minutos más tarde reaccionó y tuvo la fuerza para llamar a una ambulancia, su cándido rostro estaba cubierto de sangre y los llantos habían dado paso a un silencio imperturbable.

La sacaron del trance las palabras del juez:

“Declaro a la señora Ana Linares culpable por imprudencia grave y la condeno a dos años de prisión sin fianza”.