Graciela Figueroa
El misterio
El matrimonio de Lizbeth y Anton se había mudado a una mansión antigua a las afueras de Bournemouth, Inglaterra. No contaba con luz eléctrica, ni tuberías de agua caliente, ni las comodidades de una gran ciudad. Un lugar ideal para que Anton escribiera su primer libro de misterio y gozara de su retiro, y Lizbeth se dedicara a sus hobbies: la pintura y la jardinería.
Anton le preguntó ansioso a la asesora de ventas:
—¿Y la casa cuenta con un fantasma?
—Bueno, la leyenda dice que casi todas estas mansiones cuentan con uno, pero raras veces se dejan ver.
XXX
Un día, Lizbeth movió un antiguo reloj de pie que había en la casa para sacudir la parte trasera y en ese momento, un oculto mecanismo deslizó un panel de madera, revelando unas escaleras. Como su curiosidad fue grande por saber adónde conducirían, decidió subirlas. Descubrió un ático polvoriento, cuya única ventana daba al frente de la casa. Fascinada por su hallazgo, llamó a su esposo quien subió a reunírsele. Juntos miraron por la ventana y de repente vieron a lo lejos, a un hombre que se acercaba por el camino de tierra que unía la verja con la mansión.
Anton bajó rápidamente las escaleras, diciendo a su esposa que lo esperara ahí. Unos instantes después Lizbeth oyó cerrarse la puerta, y luego silencio. Inquieta, bajó y le preguntó a su marido, quién era. “nadie contestó -él.”
Una tarde que Lizbeth se asomó por la ventana de la biblioteca que estaba casi en tinieblas, pero afuera había un poco de luz, divisó una figura borrosa en el jardín.¡Es el fantasma! Se dijo ella, y su corazón se sobresaltó. Pero no era ningún espectro, sino Anton que regresaba de uno de sus paseos.
—Te confundí con un fantasma —comentó Lizbeth.
—Deberías olvidarlo —sugirió Anton envolviéndola entre sus brazos.
Una mañana que Lizbeth estaba trabajando en el jardín, apareció un hombre joven y delgado, que, al acercarse, levanto el ala de su ancho sombrero gris en señal de saludo.
—¿Puedo ayudarlo? —inquirió Lizbeth sorprendida.
—Vengo a ver al señor Anton Peterson.
—¿Tiene cita con él?
—Me está esperando —respondió el visitante.
—Entonces, entre, por favor. Mi marido está en la biblioteca.
Después de una hora, Anton salió de la biblioteca y Lizbeth le preguntó dónde estaba su visitante y qué deseaba.
—¿Cuál visitante? —inquirió Anton, bajándose los espejuelos.
—¿Cómo cuál? El que vino a verte hace una hora.
—Yo he estado solo todo este tiempo leyendo y escribiendo mi libro.
—¡No puede ser! Yo lo vi, me preguntó por ti, me dijo que tenía cita y lo invité a que pasara a la biblioteca. Es más, me quedé pensando que era el mismo hombre que vimos el otro día desde el ático y que tú me dijiste después que no había sido nadie.
—Qué raro. Tal vez te lo imaginaste. Con eso de que estás obsesionada con el fantasma. ¡Olvidémoslo ya!
Esa noche al sonar las campanadas del viejo reloj indicando las tres de la mañana, se soltó una tormenta eléctrica que iluminó por completo la alcoba. En ese momento, Lizbeth vio nuevamente al hombre delgado con el sombrero de ala ancha recargado sobre la ventana.
Le habló a su esposo diciéndole: “Anton despierta, mira, ahí está otra vez el hombre; pero cuando él despertó, la figura se había esfumado.
—Ya duérmete mujer, y deja de pensar en aparecidos.
Ella abrazó a su esposo y se quedó nuevamente dormida.
A través del tiempo, Lizbeth llegó a acostumbrarse tanto a la presencia del hombre del sombrero, que ansiaba con fervor que hubiera tormenta eléctrica para poder verlo; Y Anton por su parte incluyó en su libro al fantasma que veía su esposa cada vez que la alcoba se iluminaba por el fenómeno meteorológico