El lago de las sombras

Ana Fortuny

Lo que observé sucedió hace quince años y no lo olvidaré nunca.  Los fines de semana me gustaba acampar entre las montañas, a orillas del Lago de las sombras.  Me agradaba ese lugar porque casi nadie lo visitaba.  Después de pescar y saciar mi hambre, sacaba un bloc y un carboncillo y dibujaba alguna ardilla, un nido o los escarabajos entre la hojarasca.  

Esa tarde del 21 de abril de 1960, la luna se dejó ver después del crepúsculo.  Antes no me había fijado en ella.  Era la luna nada más, sin ninguna gracia, un objeto redondo que se ve a menudo en el cielo cuando oscurece.  Pero a medida que avanzaba la noche, la luna bajaba.  La vi reflejada en el agua.  A esa hora el lago tenía una particularidad: era negro, pero brillaba.  Y en ese brillo se reflejó la luna.  La vi gigante, debajo de la superficie.  Parecía tener los ojos cerrados, como si no quisiera ver algo que le incomodaba.  La luna tenía un rostro con surcos, arrugas y pequeños círculos color marrón, pero era de una belleza que me dejó perplejo.  No podía dejarla escapar.  Di vuelta a mi página de dibujo.  Tomé un nuevo carboncillo y empecé a dibujar.  

No había dado ni diez trazos cuando vi acercarse a un hombre y a una mujer.  Un sauce les impedía verme.  Ella se desvistió mientras corría.  Él hizo lo mismo y la siguió.  Se tiraron al agua, sobre la luna.  Sobre la luna que yo ya no podía dibujar.  Mi memoria era fresca.  Con enojo bajé la vista y quise delinearla con la ayuda de la imagen que esa mala memoria me dictaba. Pero no pude.  Levanté la mirada y los vi.  Abrazados, con el agua hasta la cintura, se besaron.  Ella dobló el cuello hacia atrás y él probó la piel a sus anchas.  Subió y bajó varias veces, mientras ella arqueaba la espalda.  Gemían.  Interrumpían los sonidos de las cigarras y de los grillos.  No pude ver sus piernas.  Imaginé que las más vigorosas rodeaban a las otras para continuar la seducción.  Te quiero, le aseguraba él, eres sólo mía.  Sí, amor, sólo tuya, le contestó ella varias veces.  

Pensé en tirarles una piedra, en ahuyentarlos con un aullido de lobo, o en soplar a todo pulmón mi gorgorito de las emergencias, pero no fue necesario.  Después del clímax, cuando él le inyectaba las últimas gotas de su líquido vital, se soltó del abrazo.  Ella sonreía. Estaba tan plena como la luna. Tenía los ojos cerrados.  Él la tomó por los hombros y la sumergió. Algo me impulsó a continuar los trazos con el carboncillo.  Dibujé la batalla que dieron las piernas y brazos.  Chapotearon, empujaron, pero no conmovieron al hombre.  Pasé a otra página cuando la cabeza logró salir unos segundos para gritar. La boca se llenaba de agua como una cantimplora.  Dibujé la cabellera que le hacía falta a la luna.  Por un instante vi reflejados los dos rostros, el de la mujer y el de la luna, ambos tristes, ambos con una angustia que no se podía extirpar.  

No hice nada por evitar el asesinato.  El hombre la dejó a la deriva.  Salió de ahí con los puños cerrados.  Tomó la falda y la blusa y también las tiró al agua.  Plasmé la escena en otro lienzo.  Luego se fue caminando por el sendero del lado oeste.  

Desde entonces no había vuelto al Lago de las sombras.