Iñaki Rangil

El ingenuo incauto

El ingenuo ignoraba el fregado en el que después se metió. Si hubiese sido un poco más precavido, al día siguiente habría leído la prensa tan extrañado como el resto. Tal cual hizo, le confiere otro atributo distinto. Más concreto, deberíamos tildarlo de principal sospechoso de un horrendo crimen cometido al amparo de las tinieblas. Cualquier testigo, de haberlos, porque con toda seguridad no los hubo, todo lo más que podrían asegurar es haber visto una silueta huyendo proyectada por los destellos luminosos de los letreros de anuncios. Eso mismo le pasó a Ramón cuando decidió fisgar dónde no se le había perdido nada.

Otro día más, llegaba a casa de tal manera como si hubiese decidido conservar su cuerpo para siempre, bien bañado en alcohol, del malo, para más señas, del de garrafón a granel. Impregnado de él por dentro y por fuera, aunque con distintas proporciones que iban variando según transcurría la noche. Al comienzo llegaba a ingerir el cien por cien del contenido etílico, pero muy veloz pasó a ser esa misma proporción la que alcanzaba su objetivo derramándose sobre sí. En esas condiciones milagro se podría señalar el acto de atinar con la llave en su cerradura. Pero no le hizo falta. Trastabilló al salir del ascensor y, con ese impulso traspasó el umbral de la puerta de su vecina. Todo hay que decir, le  ayudó que no estaba cerrada, solo entornada. Ahí estuvo su gran error, otro habría tomado los pasos de vuelta y habría corregido la suficiente desviación para ponerse en frente de su puerta. Después, seguramente, le tocaría echarse a dormirla sobre su felpudo incapaz de acceder a su interior.

Pues no, ya que había acertado a abrir una puerta pasó hasta el primer sitio que le llamó a gritos: «Pasa y túmbate, este es un buen lugar». Y, en efecto, lo era, pues aquel sofá era muy cómodo. Total, ella no le diría nada desde donde se encontraba, justo tras él, al otro lado de aquella chaise longue, tumbada en el suelo, a lo largo. Ahí la había dejado un desalmado. Él mismo que aprovechó a dejar, sobre Ramón, un cuchillo culpable de segar la vida de Rocío hacía breves instantes y cuya hoja ya no brillaba, pues estaba cubierta de su fluido vital esparcido en un reguero desde su cuerpo hasta el destino actual, bien empuñado por el incauto seminconsciente sobre su torso.

Ramón no se daría cuenta de si notó algo o no, pero sí le quedó la sensación de haber percibido una silueta deslizarse para afuera con una especie de cojera. No le dio importancia. Cuando se despertó, estaba esposado y custodiado. Solo se le ocurrió pensar que se debió perder lo mejor de la noche, hasta entonces ninguna de las juergas había concluido en esas deplorables condiciones. Le hizo reírse pensar qué se habría perdido. Aunque estaba convencido de haber sido el protagonista indiscutible de algo grande.

—¿Usted se llama Ramón Paniagua? —le preguntó el inspector Toloveo.

—Sí señor, todo junto. ¿Qué he hecho ahora? Es mi primera vez esposado —extrañado, mostraba curiosidad.

—Pues esta vez se ha coronado por todas. Le vamos a detener por homicidio de Rocío Burlón, su vecina —estas palabras del inspector le dejaron pasmado y sin defensa porque continuaba igual de perdido que al despertar.

***

En esos momentos, en otro lugar, Chema va volviendo a la normalidad, le ha costado reaccionar. «Menos mal que venía bien mamado el incauto, no se ha enterado de nada, ha sido fácil después, pero al principio pensaba que me había pillado en plena faena», le hacían eco esas palabras en su cabeza.

De muy crío padeció poliomielitis, que le dejó una muy notoria cojera porque sus padres no creían en las ventajas de las vacunas. Como consecuencia, resultó ser el blanco de todas las burlas. Creció superándolo a duras penas, sin embargo, desde hacía bastante tiempo, Rocío disfrutaba haciéndole padecer, cada vez que podía aprovechaba para ridiculizarlo. Si lo conseguía con público para que coreasen sus burlas, su satisfacción era mayor. «A esa cabrona se la tenía jurada desde hace mucho», resumía el balance ahora más calmado.