El expresionismo llevado al límite
Nieves Botella
No sabía si me repelía o me atraía, creo que ambas explicaban mi patada en el estómago. Os puedo asegurar que no dejaba indiferente a nadie. Era una exposición de pintores que se salían de los cánones, el título: El expresionismo al límite.
Un cuadro, de un autor desconocido, me mantenía hipnotizada. Me acerqué y, por su textura, casi le oí respirar. En una revista leí que los nazis presumían de confeccionar los zapatos de la época, carteras de postín y guantes para las señoras con las pieles arrancadas con sádico esmero a los moribundos.
En ese momento llegó una periodista con el fotógrafo y, después de colocarse a un lado y al otro, comenzó la entrevista al pintor. Yo solo quería oírle hablar; él era un hombre de casi sesenta años que aparentaba tener unos cuarenta, alto, cuidado, vestido de negro y, lo más llamativo: sus ojos de un azul metálico que dejaba a quién lo mirara completamente hechizado.
Le hicieron la primera pregunta:
―¿Cómo definiría el color?
Miró al techo y vocalizando muy alto, dijo:
―Los colores son la musculatura y las venas que sostienen la obra. El acento de color del fondo aporta identidad.
―¿Qué técnica utiliza para llegar a texturas tan originales?
―Solo le voy a decir que el aceite no se mezcla con nada. Tengo mis trucos, todo lo necesario se puede extraer de la naturaleza, incluido el cuerpo humano.
—¿Qué le inspira para componer sus cuadros?
―Recuerdo más lo imaginado que lo vivido. Llega un instante en el que el personaje se apropia del pincel y en realidad no sé quién lo ha pintado.
Él se acercaba cada vez más a la cara de la periodista; sus palabras brotaban de muy hondo y parecía que la transmisión llevaba implícito el llevarse el aliento de su interlocutora; estaba como en trance.
—¿Va usted vestido de negro, es casual o intencionado?
―Quiero primero decir que la textura y el color de la indumentaria se utiliza como herramienta de clasificación social. El amarillo cadmio o tierra y el azul, el rojo violeta y el violeta estimulan el cerebro y causan placer. El rojo: conflicto, actividad, aceleración, agresividad, vitalidad. El verde limón, desde el verde de los campos hasta el polar (mucho blanco en la mezcla) es versátil. El blanco es ausencia de color, el punto y aparte, la suma de todos los colores pasados por un prisma, y el negro: importancia, por el misterio que crea.
Cuando se fueron yo seguí mirando el cuadro, era una figura de hombre muy extraña y los colores lo convertían en espacios limitados por partes: las piernas eran rojas y los pies tenían forma de anfibio; desde la cadera hasta el ombligo era amarillo. De pronto, él ―yo diría: el monstruo― salió del cuadro y se estiró como si acabara de despertarse; me miró y en un segundo me quedé bloqueada. Las texturas de su cara y cuerpo eran más diáfanas, ¿era piel? Creí que me caía al suelo, me agarró y me sentó en el banco.
Al trasluz pude ver las venas y los músculos diseñados perfectamente, disimulado por la ropa con la que iba vestido; lo más llamativo era el chaleco con tres colores. En los hombros: violeta, luego verde y después naranja. La cabeza era azul y el fondo índigo.
Escucho cómo unos zapatos se aproximan; el ser vuelve a su sitio, como si no hubiera pasado nada.
El artista me saludó, dándome la mano, y se quedó con ella hasta que acabó de hablar.
—Buenas noches señorita, me agrada mucho que le haga compañía a mi obra, pero sería una pena que no lo celebráramos juntos. Pocas veces alguien siente fascinación por mi labor y tengo que disfrutarla.
Creí que me había quedado dormida y que al despertar me encontré con el hombre más atractivo y enigmático que había conocido en toda mi vida. Me ofreció el brazo, miré al cuadro y despacio caminamos hacia la salida.