El empaquetado

Gilberto Naranjo

El empaquetado olía al verdor de las manillas recién cortadas. Las mujeres despiezaban las enormes piñas a golpe de podona, y después de lavarlas, las colocaban en los huacales, con los plátanos aún sin madurar. Debían soportar varios meses de travesía antes de llegar a su destino.

Asomado en el borde del pescante, Rodrigo miraba al horizonte. El brillo sobre la espuma, a lo lejos, se tornaba negro. Desenfocado, confundía el azaroso movimiento con un vapor imaginario, que se ocultaba tras el oleaje.

A sus espaldas, se escuchaba el bullicio de las mujeres que, entre cánticos y risas, preparaban la fruta. El barco llevaba tres días de retraso.

El rugido del mar estampando su furia sobre el basalto le calaba hondo, y el sol del mediodía nubló su mente. Su imaginación voló al compás del olor de las algas arrastrándose sobre la piedra volcánica.

Recordó como si fuera hoy la bendición del ganado de aquel año ya remoto. Era el sábado de las fiestas, y como de costumbre, había ido a buscar a Elvira. Cipriano lo veía con buenos ojos y, mientras que ella terminaba de ajustarse su traje típico con su madre, lo hizo pasar al salón.

—Tómate un vaso de vino, ¡Viva San Isidro! —Animó Cipriano a Rodrigo como era tradición en esas fechas.

Rodrigo aceptó el trago a regañadientes, la noche anterior habían ido al baile de magos y se acostaron al alba. Los efluvios hicieron efecto en el acto y volvió a ese estado de embriaguez que era obligación en los días de las fiestas del pueblo. Cipriano le fue a poner otro, pero Rodrigo lo rechazó con la mano abierta.

—Sabes que no son buenos tiempos después de esta maldita guerra, que la inflación me ha dejado tocado. No es ahora momento para la boda. —Cipriano le habló sin rodeos— Mi hija está muy ilusionada contigo y yo te acepto de buen grado, pero… 

—Don Cipriano, me han ofrecido la plaza para gestionar la exportación de los plátanos en Madrid. Debo aceptar esta oportunidad. —Respondió Rodrigo contrariado.

En ese momento salió Elvira con su traje de maga. Rodrigo se quedó fascinado: falda de tela gruesa con rayas de muchos colores sobre varios juegos de enaguas, justillo rojo bordado con espigas y claveles que realzaban su pecho como una promesa, capa verde y pañuelo amarillo bajo un sombrero de paja. Tomó a su novia del brazo y salió orgulloso hacia la ermita.  

 

Ya habían pasado veinte años de aquella conversación. Ahora, con la brisa salada salpicando su cara, regresó a él el llanto de la despedida en el muelle de Santa Cruz, el proceloso surcar de aquel maloliente buque sobre la gruesa mar, y la fatiga de tantos días hasta llegar a la pensión de la Plaza Matutes en el centro de la capital.

 

El sudor de aquel agosto era insoportable. Se tomó una limonada, y pañuelo en mano, andó hacía la Plaza Cascorro, donde, después del pregón, saldría la virgen de La Paloma en procesión.

Rodrigo era un joven apuesto y con el provenir asegurado en una España de postguerra. Las chulapas del castizo barrio flirteaban con descaro, pero él sólo tenía pensamientos para Elvira, a la que le había jurado amor eterno.

 

Doña Esperanza era una señora de sombrero y bolso. Católica, apostólica y romana, pertenecía a la adoración nocturna del santísimo. Había enviudado y la joyería de su esposo solo dejó deudas en aquellos tiempos convulsos. Tenía dos hijos: Aurelio, que se alistó en la división azul, y Esperanza, en edad de merecer.

 

Los atardeceres de los días de fuego en Madrid, ponen el horizonte incandescente, como unas brasas que se resisten a enfriar. Rodrigo sintió vértigo y tuvo que apoyarse en la pared cuando el sol se ocultó y se asomaron a sus ojos los de Esperanza, grandes, profundos, como el mar que ahora lo desesperaba en el pescante, porque la maldita nave, que tenía que recoger la mercancía, nunca llegaba.

Las gotas de una ola atrevida mojaron su cara para traerlo al presente, pero su mente continuaba bailando el chotis con aquella moza de clavel en la cabeza y mantón de manila. Entonces tenía veinte años y todo el porvenir delante.