El cocinero de Versalles
Juan de Obeso
El cocinero se lava las manos con agua helada. El cuchillo, las ollas, las sartenes, su ropa: todo está preparado, limpio, perfecto, en su sitio exacto. Pica la cebolla en brunoise con la habilidad de un cirujano y la pocha en el fondo de una olla de hierro fundido con mantequilla y sal. La cocina a fuego muy lento, hasta que la cebolla brilla con un dulce matiz nacarado. Mientras, pica el puerro muy fino, bate la nata, ralla nuez moscada. Sus movimientos son tranquilos y eficaces; es capaz de realizar tres, cuatro o cinco tareas al mismo tiempo; todas con la misma precisión, todas pulcras, correctas, asegurándose de darle a cada ingrediente el tiempo necesario. El cocinero agita con su mano el vapor que brota de la olla, intentando apreciar mejor el olor cálido y dulzón de la cebolla cocinándose. Detecta un matiz tostado, excesivamente caramelizado, y añade un poco más de mantequilla, tan solo un pellizco del tamaño de un guisante. Mientras la nueva mantequilla se deshace, el cocinero la integra lentamente con una cuchara de madera de boj, realizando movimientos envolventes. Después incorpora el puerro, después la harina, después añade poco a poco la nata caliente. No deja en ningún momento de vigilar la salsa, atento a su color, a su sabor, a su textura.
Afuera, en el salón, se escucha una campanilla. Entra Luis XVI. Es un hombre gordo y rosado, muy bajito, casi enano; lleva una peluca blanca y zapatitos de tacón rojos, la cara maquillada, una capa de marta cibelina y pelo de astracán que va arrastrando por el suelo. Lo rodean un ejército de pajes, cortesanos y ayudantes de cámara, todos más altos que el rey; un enjambre humano revolotea alrededor del monarca, todos atareados como duendecillos traviesos en un cuento de hadas: abren y cierran puertas, alisan la alfombra, le empolvan la peluca, le perfuman la levita, le aplauden los comentarios. Detrás del séquito camina con tranquilidad un enorme gato persa alzando la cabeza, enseñando orgulloso su impresionante cola atusada suave como el algodón. El gato parece sonreír. Es un gato muy presumido.
El cocinero escucha los tacones del monarca caminando por el salón. No le preocupa: todo va según lo previsto, y continúa trabajando con el mismo ritmo pausado y cadencioso. Saca el salmón; contempla su brillante carne anaranjada, con su veteado gris y delicioso como una perla. Pasa su mano suavemente por la carne del pescado, acariciándolo; lo acerca a su rostro para sentir su aroma: un olor suave y reconfortante, dulcemente mantecoso, casi maternal. El cocinero sonríe complacido. Fríe el salmón en su propia grasa, escuchando atentamente cómo chisporrotea en la sartén. Espera hasta que la piel del salmón está crujiente, pero su carne, poco hecha para flambearlo con un poco de coñac. Observa cómo la carne del salmón empieza a sellarse, reteniendo los jugos en su interior, mientras el alcohol se evapora. El cocinero pone en una bandeja de plata una capa de la salsa de puerro y sobre esta coloca el salmón, con mucho cuidado. Después vierte lentamente la salsa sobre él. Es una salsa preciosa, delicada, muy láctea y cremosa.
Mientras tanto, el rey toma asiento en la mesa. El gato se sienta en el suelo, a su lado, y se dedica a mirar con condescendencia a los criados. Las paredes del salón están decoradas con pinturas, los altos techos se realzan bajo las cenefas de lujosa pompa; largos cortinajes engarzados cuelgan lánguidos tapando los enormes ventanales. La mesa es alta y muy larga, de mármol resplandeciente y madera pulida y barnizada; una madera cobriza esplendorosamente tallada con volutas de hojas de parra y flores de lis. Sobre esta descansan cubiertos relucientes, platos de excéntrica porcelana oriental y servilletas suaves y bordabas, de un color blanco virginal. Hay dos sillas, una en cada extremo, decoradas con cuidados detalles en consonancia con la mesa y en la misma madera brillante y oscura, tapizadas con delicioso tafetán rojo. Una botella de vino espumoso espera impaciente frente a dos copas pompadour; el esplendor de una lámpara enorme ilumina con sus velas desde lo alto, despertando destellos dorados en la madera, el mármol y la cubertería. Todo es ostentoso, triunfal, digno de un imperio; imperio que no existe, que ya no está, y que precisamente por ello tiene que demostrarse enfáticamente en todo lo que lo rodea: mesas, sillas, tradiciones. El cocinero entra en la escena portando una bandeja. La destapa delante de su rey, descubriendo el plato de salmón con salsa de puerros.
Después de cenar, el rey se retira. Los criados apagan las velas, recogen la mesa, limpian todo para el día siguiente. El cocinero cena solo en su cocina. Un plato ligero y sencillo, pero muy especial. Han traído a la cocina real frutas y especias extrañas desde América. El cocinero pela piña y mango, los corta en trozos y los condimenta con polvo de chiles secos, zumo de lima, sal y pimienta negra portuguesa. Mientras el cocinero saborea su exótica cena, la noche afuera es oscura y tranquila. Lo único que se oye, a lo lejos, es el sonido de las pescaderas afilando sus cuchillos.