El cementerio
Kela
Los cipreses ondean al viento. El cementerio, señorial y enigmático, está desierto. Las lápidas brillan iluminadas por los pocos rayos de sol que penetran desde el tímido cielo. Estás deprimido. Buscas allí un poco de paz y armonía. Lentamente, paseas en torno a la garita de guardia que cruje por el viento. Cuando rebasas la caseta te encuentras con más lápidas. Todo está en silencio, un silencio extenuante y abrumador que te impide pensar mucho. Evades tu mente. Intentas concentrarte en tus pensamientos, los que te han llevado hasta allí. Observas las fechas de las criptas. Gente joven y mayor comparten lecho en poco espacio. Prácticamente los rótulos son parecidos en todos los nichos. Pero hay uno que no. Resalta entre los demás por su diseño y color. Te aproximas y lees:
“Marina Cotomontes Ruiz”
Muerta a los catorce años. Hace un mes que está allí enterrada. Piensas en cómo sería, en qué circunstancias habría perdido la vida. Suspiras. Resoplas mientras pasas tu mano por la lápida. Tu energía se transmite hasta la pequeña. Una lágrima recorre tu cara y no sabes por qué. Te sientes triste y no comprendes la muerte. Mucho menos en este caso. Siempre has pensado que todo acaba algún día pero los motivos por los cuales morimos no te convencen. Alzas tu cabeza y el aire te acaricia el rostro. Está anocheciendo pero no quieres marchar. Tu esencia y bienestar están allí contigo, en este lugar. A lo lejos oyes unos ruidos de malezas. Te incorporas y andas unos pasos. De entre los arbustos aparece un cachorro. Es un perro menudo y negro, con una mancha marrón en el lomo. Se aproxima a ti en busca de calor. Le acaricias suavemente e inmediatamente te enamoras de él. Parece frágil y tiene hambre. Es el comienzo de vuestra infinita amistad.
Su compañía te hizo resurgir de tu depresión. Aquel animal de cuatro patas y pelo frondoso, entró en tu corazón. Pasaron años de juegos y paseos. La tranquilidad y el bienestar que él te dio , nada lo pudo arrebatar. Te acompañó en todo momento. Tu casa se transformó . Dormías con él a tus pies. La disciplina y los horarios de salida hicieron que tu vida se encaminara de nuevo. Fue el mejor regalo que te podían dar. Una señal personificada que te hizo espabilar y vivir de nuevo.
Con el paso del tiempo, el cementerio fue creciendo. Pero por lo demás, siguió igual. Con sus cipreses voluptuosos y su vegetación frondosa. Las lápidas formando muros entre los que se levanta el ladrillo y el yeso. Todo parece estar en una sincronizada armonía. Los gorriones que allí transitan ponen la banda sonora del lugar. Pero cuando callan, todo sigue en un tremendo silencio. Unos pasos se dejan entreoír a lo lejos. Es el guardián de aquel sitio que echa el cierre por hoy.
Cerca de la garita se haya una lápida muy especial. Es la tuya. Tu mejor amigo olisquea encima, buscándote. La tarde avanza. El perro solloza de dolor. La muerte vino en tu busca y tú accediste a ella. La eternidad ha venido para instalarse en ti.
Cabizbajo, mirando al suelo y con las orejas pegadas al cuerpo, se aleja tu fiel compañero. El lugar que te unió a él, ahora os separa.