El camino del león
Silvina Brizuela
Había aprendido a recorrer la ruta de la libertad, en busca de aquella tierra incógnita, por tantos años vedada. El camino no fue fácil, tuve que enfrentarme con variadas e indescifrables fuerzas, solo, y sin armas más que mi mentalidad resiliente. Por momentos estuve a punto de desfallecer, abandonar la idea de alcanzar aquel lugar sagrado y la misión que me había sido encomendada. Pero entonces retomaba la lectura de los papiros, meditaba mientras inhalaba las esencias heredadas del maestro, bebía yuyos mezclados con agua de lluvia y flores silvestres y, al cabo de algunos días, las crisis desaparecían.
Fue recién cuando pisé los sesenta años, que alcancé a avistar las Ruinas del León. La energía me volvió al cuerpo. A esas alturas, mi barba platinada era tan larga, que debía sujetármela con trenzas retorcidas alrededor del cuello. Aunque no me había cuidado del sol ni de las inclemencias del clima, mi piel aceituna había resistido con firmeza el embate de los años y esfuerzos. Solo la escasez de cabello delataba mi edad, y la espalda curva, a causa del andar pesado de mi travesía.
A las pocas lunas, finalmente, puse mi pie descalzo, cubierto de callosidades, bajo el portillo desgastado y enmohecido de las ruinas. Un refrescante aire de alivio y flores de azahares llenó mis pulmones. Caminé vacilante, como queriendo eternizar aquel momento supremo en que finalmente llegaba a mi destino. Con mis dedos temblorosos rocé las paredes desgastadas por el tiempo, impregnadas de humedad y pequeños bichos. Al llegar al altar, dejé caer mi mochila andrajosa, me despojé de los harapos que aún llevaba puestos y desenredé mi barba trenzada. Quedé desnudo. El pelo largo y canoso caía desde mis mandíbulas en forma de cortina, tapando mis partes íntimas. La emoción me embargó, lloré.
Luego saqué de la mochila la pequeña petaca que contenía el líquido de la celebración. Me costó un esfuerzo inesperado extraer el corcho, pero al cabo de unos minutos lo logré. Desde sus entrañas, el perfume rancio de una bebida hecha hacía décadas, me generó un leve y momentáneo rechazo. Pero había llegado el momento, no debía alargarlo más. Eché mis plegarias, tantas veces ensayadas, al viento y de un trago largo vacié la pequeña petaca. El líquido atravesó mi garganta dejando una estela de fuego que me arrancó un extenso aullido de león hambriento. El sonido llegó hasta la matriz de la ciénaga donde, algunos pocos sobrevivientes del caos, lograron escucharlo. Ellos, aunque desconfiados, entendieron la señal. Sin emoción aparente, apagaron rápidamente sus hogueras, empacaron los escasos víveres, y emprendieron la caminata hacia el origen del aullido, hasta las Ruinas del León, hacia mí.
Pronto, una nueva vida empezaría para todos, sin la presencia de los dioses y demonios del pasado.