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Ángel Climent

El armario prohibido

En toda la tarde no había parado; estaba agotada. Tenía la cena preparada para su hijo, que no tardaría en llegar.  Se sentó en el sofá a descansar y a esperar a que él llegara. Para distraerse, encendió la televisión: faltaba poco para las noticias.

No era lo que más le gustaba ver en la caja tonta. Prefería ver una película y, si era de las románticas, mejor, pero no tenía tiempo. Ya la vería después de cenar, cuando su hijo se fuera a dormir. Se conformaba con saber cómo iba el mundo. De antemano sabía que la gran mayoría de las noticias iban a ser malas. Para la televisión, las buenas noticias no existen.

Tuvo suerte: pasaron un par de anuncios, y empezó a sonar la cabecera del telediario. La presentadora abrió con la noticia del último asesinato cometido, que tenía atemorizada a la ciudad:

Ha aparecido un nuevo cadáver, y ya van seis. La policía no descarta la posibilidad de un asesino en serie. Al igual que los otros cinco cuerpos encontrados anteriormente, el autor de los brutales homicidios tiene la peculiaridad de llevarse, como trofeo, el mechón de pelo, dedo índice y prendas íntimas de la víctima.

Apagó el televisor: no podía aguantar esa clase de noticias. Se quedó hundida en el sofá haciéndose un puñado de preguntas: “¿Cómo estarán las madres de esas pobres chicas? ¿Qué sería de mi vida si a mí me matasen a mi querido hijo? ¿Cómo puede haber semejante persona en el mundo que sea capaz de hacer esas atrocidades? Si ese desgraciado cayera en mis manos, no sé lo que haría. Una persona así no tiene perdón de Dios. Ojalá lo cojan pronto, y lo cuelguen de los pies, y que todo el que pase por allí le dé un buen golpe con un garrote. Yo sería la primera en ir”.

De repente se abrió la puerta, y apareció su hijo, que se acercó a ella, saludándola y dándole un beso en la mejilla. Entró en su cuarto; dejó la bolsa que llevaba y volvió a salir para darse la ducha de todas las noches. De un grito le pidió a su madre que le llevara una toalla: en el cuarto de baño solo había la de secarse las manos. 

Su madre llevó la toalla y le pidió que no tardara mucho: la cena estaba lista. Aprovechó para poner un poco de orden en la habitación de su hijo: durante el resto del día, estaba cerrada con llave. Su retoño le tenía prohibido que entrara si él no estaba.

El cuarto estaba hecho una gorrinera: revistas por el suelo, ropa sucia amontonada, un plato con restos de comida, latas de Coca-Cola volcadas, dos de los tres ceniceros llenos de colillas. En el tercero, un llavero con tres llaves: la de la puerta de la calle, la de la habitación y… ¿la tercera? Debía de ser la del armario que tenía prohibido tocar: “Limpia lo que quieras, menos el armario; ni se te ocurra tocarlo”, le había advertido.

Aprovechando que su hijo estaba duchándose, lo adecentaría. Cogió el llavero, y abrió.  Quedó sorprendida: solo había tres estanterías. Dos estaban vacías y en la tercera, la más alta, había seis bolsas de plástico negro, numeradas del uno al seis, con rotulador blanco. En el suelo, la bolsa de deporte, que siempre llevaba con él.

La venció la curiosidad; cogió una de las bolsas: pesaba muy poco. Abrió para ver lo que había dentro. Su cuerpo se quedó rígido como una tabla; de sus labios salieron unos apagados sonidos guturales. Temblando, comprobó lo dicho por la locutora: mechón de pelo, dedo, tanga y sujetador, además de una foto de medio cuerpo de una mujer… todo en el mismo sitio.

Cerró con llave la puerta del armario y dejó el llavero en el cenicero. Lentamente salió de la habitación; fue al comedor. Temblando, descolgó el teléfono y, con lágrimas en los ojos, marcó el número de tres cifras que sabía de memoria; al instante oyó una voz que decía: “Policía, dígame”.

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