LeMo
Donde todo empezó
Estaba tan lejos de imaginarme que en el comienzo de este viaje fuera a estar tan sereno que ni siquiera me reconozco. Me imagino que el haberme reunido con mis hijos ha ayudado mucho a ello. Desde el día que compré el billete de tren, llevo a cuestas una presión en el pecho, de esas que no dejan acabar tu respiración, como cuando subes a una montaña rusa y sabes que de repente el vagón no tardará en bajar en picado y que solo después se detendrá. Ahora que lo pienso, este símil se puede asemejar a los últimos meses vividos.
Hemos quedado con mis hijos en el hall principal de la estación de Abando.
—Qué poco pesa… yo pensaba… —remarca sin sonreír. Su mirada ha cambiado: ha perdido luz en sus ojos. Se da cuenta y se recompone—. ¿Cómo estás, aita?, ¿preparado para la aventura?
—Bueno, aventura … aventura no es, Aitor. Es… un viaje especial. —Me siento conforme con el nombre que le he dado.
La pantalla nos anuncia que la hora ha llegado; subimos a instalarnos en los asientos. Observo a mi alrededor: todos y cada uno de los pasajeros se apelotan hacia la ventana que da al andén y, como corderos, repiten el mismo patrón: mímicas y voces sordas salen de sus labios. Saben que no los oyen al otro lado y, aun así, siguen esforzándose en que su interlocutor lo entienda.
Sonrío; todos lo hemos hecho alguna vez: el penúltimo gesto de “Llámame cuando llegues” y el beso que cierra el telón al irse el tren.
Siempre nos ha gustado viajar en tren; en especial a Lucía, mi mujer. El tren la hace sentir algo peculiar en su corazón porque, cuando era pequeña, cuando terminó la Primera Guerra Mundial (con tan solo tres años), se vino en tren con sus padres y con sus seis hermanos a Bilbao, en búsqueda de prosperidad, dejando atrás su tierra vallisoletana.
Este viaje tenía mucho sentido para mi mujer, y por eso lo hacemos todos juntos y al revés: de Bilbao a Valladolid. Por suerte, tenemos asientos frente a frente con una cómoda mesa que nos separa. Yo estoy instalado contra la ventana y voy en sentido contrario; no es porque no me mareo, sino porque tiene sentido con todo esto: no voy, sino que vuelvo.
Estamos todos en silencio; unos escuchan música con los walkmans, otros leen y otros juegan a las cartas. Yo cierro los ojos y pienso. Dejo que el dulce balanceo me meza y me lleve a recuerdos que solo yo solo poseo. Disfruto de las imágenes que pasan por mi mente; las dulces y agradables me hacen sonreír, y las amargas me hacen reflexionar. No me hacen llorar, aunque sí me entristecen; en silencio paso una parte del viaje. Cuando estimo que es el momento oportuno, abro los ojos y saco de debajo de mis pies la nevera.
Ayer por la noche, preparé el pícnic para todos; avisé que me encargaría de ello: tortilla de patata con cebolla (su preferida), ensalada, unos pimientos verdes del Padrón y unos filetes de carne rebozada, que he freído esta mañana temprano (todavía guardan el aroma cuando abro la tartera).
Se sorprendieron del menú, pero enseguida comprendieron, mientras instalamos la mesa con los viejos utensilios, que solíamos usar cuando íbamos al monte, que esto no solo es un viaje a Valladolid: es un viaje al pasado, a sus infancias y a nuestra juventud. Este hilo que hemos perdido, al casarse con sus respectivos cónyuges, no se ha roto y esta oportunidad es una forma de hilvanar nuestras relaciones.
Reímos, hablamos y perturbamos el pulcro silencio del vagón, pero mereció la pena. Casi cuatro horas de trayecto volaron, y al llegar a nuestro destino, suspiramos al unísono al saber lo que significaba: no solo habíamos llegado… también se marcaría un fin.
Después de haber colocado las cosas en el hotel, fuimos a la vera del Pisuerga, donde Lucía nos indicó que quería dormir por el resto de sus días, siempre y cuando la llevásemos de vuelta (en la urna) todos juntos, recreando el viaje que había hecho hacía ochenta años con sus hermanos y con sus padres, donde todo empezó.