Donde se guarda el caos
Montserrat Elwes
Esta mañana ha llegado un paquete, una caja uniforme, no pesa, no suena. Llegó el cartero y me lo entregó cuando estaba a punto de desayunar. Lo he dejado sobre la mesa No tiene remite y no espero nada. No paro de pensar en quién querría darme una sorpresa. Estoy casi asustada por si es peligroso. Estuve a punto de decirle al cartero que no lo quería. Pero desapareció antes de que pudiera reaccionar. Ahora, la caja forrada con papel de estraza, me observa desde la mesa mientras escribo. A veces, deseo terminar pronto el relato para desenvolverlo, pero también me gusta saborear esta sensación de incógnita, de deseo, de promesa. Me siento, como de niña, esperando la propina semanal de la abuela para ir a comprar chuches, el final de las tareas escolares para encender la tele y ver dibujitos. ¡Me gusta esta sensación! Da igual lo que tenga la caja. Incluso puede ser una mala noticia, una sentencia judicial, la carpeta de un notario, una deuda atrasada. No, no quiero saberlo. Quizá pase todo el día escribiendo, un relato tras otro, para así alargar la espera, alargar la duda sobre el paquete que llegó esta mañana.
Cuando era pequeña guardaba todo en cajas. Esa presencia sobre la mesa me lo ha recordado. Recuerdo mi habitación infantil con cajas de distintos tamaños y forradas con papel de aguas. Me encantaba observarlas como pequeños tesoros. Cajas para diarios terminados, cajas con billetes de Metro del día que conocí ese primer novio. A veces pasaba una tarde de domingo revisando lo que había en una caja y sonreía como si reviviera esa carrera atropellada hasta verle, hasta su mano húmeda llevándome por el parque, y luego la película, que no me gustó nada, pero puse cara de boba intelectual para convencerle. Entradas de cine, folletos de exposiciones, papelitos amarilleando, borrándose mientras cumplo años, papelitos recordándome la niña frágil y asustada que fui. Dentro de cada caja se mantenía el caos, pero eso no importaba. El caos estaba ahí, dentro. Creo que trataba de ordenar ese cierto caos de la vida, el caos que me desbordaba. Según fui creciendo las cajas de caos aumentaban. Había cosas que no lograba guardar en las cajas: el sonido de mamá al llorar, los golpes de los cacharros que caían con rabia, con dolor seco; un plato que se estrella y recogen inmediatamente, para que nadie sepa que todo está roto; un portazo, la llave al entrar en casa y ese miedo que nunca dije y que llegaba siempre a las diez de la noche, encendía la televisión y acallaba el alcohol. Había cosas que no se dejaban meter en cajas y que se revolvían por la habitación. Entonces yo forraba una nueva caja con papel de lunares rojos por si lograba atrapar su llanto y meterlo ahí, silenciarlo, dejarlo ahí colocado, sin que molestara.
Mi habitación era tierra fértil. Contenía una alegría de flores desmesuradas, de plantas absurdas que se devoraban unas a otras. Era un silencio blanco y fértil dónde no entraba nada ni nadie más. Desde ahí los golpes llegaban mitigados y sonaban a Chopin, eran una melodía entrecortada y lejana. Cerraba la puerta y el espacio se iba haciendo más y más amplio, aparecían dos alturas dentro de mi habitación con escaleras y rincones cómodos, con balcones de luz, con jardines escondidos. A veces había pájaros que me despertaban por la mañana y encendían sonrisas por las paredes para que tuviera ganas de levantarme. Por la noche alguien se acurrucaba en mi espalda y me daba calor, cuando me volvía ya no estaba, era así, un abrazo discreto, como los primeros rayos de sol de abril, cálidos y reconfortantes. Cuando aquella casa se vendió mi habitación fue la última en vaciarse. Los pájaros habían dejado todo hecho un asco. No hubo modo de arrancar las raíces de esas plantas gigantescas.
Gracias a esa caja he recordado esa manía mía de guardar en un espacio cerrado todo lo inclasificable. Aún sigue ahí. Mirándome desde la mesa. Creo que no la abriré. Ya sé por qué ha llegado. Ya no necesito encerrar el caos en una caja vacía.