Don Quijote
María Saura
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no hace mucho tiempo vivía un molino que cada noche compartía sus cavilaciones con la luna buscándole un sentido a su existir. Y decía así:
Los humanos son extraordinariamente raros, hay millones de ellos y cada uno tiene un monstruo particular bajo la cama o en el armario, que aparece cuando se apagan las luces. Supongo que este mundo lo pueblan tantos gigantes como personas, o incluso más. Con los miedos no siempre se es monógamo. De hecho la norma es el harén, algún iluminado estará casado y solo el loco está soltero.
Y no los podemos culpar por ello. Pero ay de mí. Jamás hice daño alguno, y ese viejo hidalgo la tuvo que pagar conmigo.
No sé qué tipo de existencia neurótica, de esperanzas idealizadas o de locura como vía de escape a todo lo anterior pudo llevarlo al tremendo error.
Un día cualquiera, a la luz del sol, la brisa cálida movía mis aspas mientras yo molía el trigo, como hacía cada amanecer. Y eso me hacía feliz. Inmensamente feliz. Pero entonces un esqueleto con armadura y barba blanca vino trotando hacia mí sobre un caballo famélico, mientras un gordo negaba con tristeza sobre un burro.
¡Gigantes Sancho! Le oí gritar, pero yo no vi ninguno. Fue tarde cuando me di cuenta de que el ataque iba dirigido a mi persona. Me clavó una lanza. Rasgó mi hermosa tela. Desde entonces el viento pasa a mi través como el vino se derrama por una calavera con la boca abierta.
Y ahora me siento como los restos de un naufragio que añoran el mar. Como un eunuco en un burdel, pues rodeado de trigales, cada vez más hermosos y altos, veo cómo viven sin que nadie los ame y mueren sin que nadie los entierre.
El molinero, arruinado, tuvo que marchar. Alejó de mí a los animales, a su hija que me cantaba por las mañanas, y ahora solo soy un puñado de rocas apiladas inútiles. Quizá algún bandido me use como refugio, pues a un molino herido nada ni nadie se acerca, es un buen escondite ya que la soledad es tan palpable como la masilla que une mis cimientos.
Sin embargo no le culpo. El viejo se enfrentaba a sus obstáculos con valor, derribaba lo que en el camino se encontrase. Acumulaba pequeñas victorias para presentarse como un pretendiente digno de su Dulcinea. Por aquel entonces aún se hacía aquello de conquistar y cortejar destruyendo los peligros que pudieran herir al ser amado, sin importar la propia vulnerabilidad, que entonces, presa del miedo al ver la osadía y determinación de su propio dueño, se esfumaba atemorizada.
No puedo odiar a nadie que obre por amor. Incluso aunque me arruinara la vida, pues si me privas de utilidad, me arrebatas el sentido. Y un alma sin un sentido que la guie, sin un propósito o dirección, siente la libertad de tal forma que ahoga, te desgarra el corazón y te arranca la piel a tiras. Como a un caballo que, en plena batalla se espantara al contemplar el escenario a su alrededor al perder las anteojeras, pero en vez de echar a correr, estuviera anclado al suelo. Eso soy yo, un caballo petrificado, que estaba en la contienda por error.
A mí ahora solo me queda ver el tiempo pasar con esta carga. Observar cómo los hombres se matan unos a otros por tierras que nunca les pertenecerán. Ver cómo cambian las generaciones, se crean costumbres, nacen nuevos ideales, y se cometen siempre los mismos errores.
Aunque ahora que lo pienso, con la perspectiva que solo puede dar el tiempo, me siento orgulloso de haber sido un gigante durante unos minutos. Tras todo lo que he visto, solo la locura me parece una manera digna de afrontar la vida, incluso aunque me tocara el papel del malo. Formé parte de un mundo distinto, de un mundo justo en el que los caballeros combatían el mal y amaban a las mujeres con honradez y fidelidad. Quizá fue ese momento el que dio un sentido a mi existencia al fin y al cabo. Por una vez el bueno venció al malo, solo por una vez las cosas fueron simples, sin tintes ni tonos ni tonterías. Y yo formé parte de aquello.
Rajó mis velas, quebró mis alas reduciéndome a un puñado de piedras, pero aun así me alegro de haber participado en su fantasía. Morí por un amor verdadero, morí por una adoración y veneración tan irreales como el mundo en el que ahora habito. Jamás he vuelto a ver esa clase de amor. Quizá solo los locos sepan amar de esa forma. De la única forma que merece la pena amar.