Desde sus ojos

Montserrat Elwes

Acabábamos de mudarnos. Las cajas, las estanterías, los muebles que quizá no tendrían espacio en el apartamento se amontonaban. Era difícil moverse en los cincuenta metros cuadrados que significaban toda la casa. Abrí estrechos pasillos para acceder de la cocina a la mesa, de la puerta de entrada al baño, de la escalera al dormitorio. Los grandes ventanales se suponían detrás de los muros de cajas. Cada movimiento implicaba tiempo, y sabía que tardaría semanas en ver la luz en nuestro nuevo hogar. Aun así, había que celebrarlo. Preparé un pescado al horno, y compré unas botellas de vino. Cenamos frente a frente como si las velas y las copas desparejadas fueran una isla. Cuando terminamos la cena y las risas estaban empañadas en vino, empezamos a comernos el uno al otro. Era un sexo desaforado, urgente.  Apenas podíamos ponernos en pie, ni mucho menos desplazarnos hasta el sofá. Lo de menos era liberar su cinturón, quitar mis bragas o llegar juntos a la playa de las maravillas. Éramos animalitos encerrados, buscándose, bocas, lenguas, manos, restos de comida, sorbos, dientes, curvas deslizándose en la sequía, la “f” y la “j” en un renglón infantil. Entonces, Adri, mirando un trocito del ventanal que quedaba despejado entre el caos, dijo: “¡La vecina! Esa mujer nos está mirando”. Empecé a reír y a provocar y decir: “Mira, vecina, mira lo que hacemos. Somos los nuevos. ¡Euuu!”. Aquella situación me divertía y me excitaba. Él, sumiso a su vergüenza, se retraía, y yo encontraba más diversión en imaginar nuestra escena desde los ojos de la vecina. “Pobre mujer, ha salido a colgar la ropa y se ha encontrado esto. Ahora mira a su marido despatarrado en el sofá viendo la televisión. No sabe si pedirle a Mariano que le dé fiesta o seguir mirándonos. Vamos, Juani, apaga la tele y empieza tú”. La mujer del barreño rojo nos miraba y nosotros imaginábamos su vida de sexo abandonado, de rutinas estrechas y deseos de tergal. La dibujamos triste, frustrada y sola. Hubiera sido imposible que fuera de otro modo. Desde aquella noche, creció un hilo invisible con la mujer que había visto nuestra escena de sexo a través de la ventana.

Unas semanas después, Adri se fue de viaje de trabajo. La soledad y el aburrimiento me convirtieron en una gata enfurruñada. Colgada de la ausencia, esperaba que la mujer saliera al balcón a tender ropa, a que saliera y se tropezaran nuestras miradas. Empecé a pensar que ella había dejado de interesarse por lo que ocurría en nuestro apartamento, que ya no había nada divertido que observar a través de nuestro ventanal, y yo misma empecé a sentir que mi vida era realmente aburrida. Temía desaparecer dentro de mi propio hogar, hacerme invisible ante los demás. Si no me veían, ya no existía. No podía cerrar las persianas. Los ventanales del apartamento, siempre trasparentes, provocaban un cierto exhibicionismo. Los viernes llenaba mi copa de música y bailaba sola, con los ojos cerrados, imaginando que ellos, los vecinos, me miraban. Era un baile sensual y necesario. Al terminar, mi auditorio seguía cenando y celebrando los goles de su equipo. Era una soledad ácida.  

Llevamos tres años en este apartamento. Después de cenar, salgo a colgar la ropa mientras Adri recoge los platos y se sienta a ver la televisión.  Desde aquí observo las ventanas de cada casa, las luces que encienden historias, sexo inaugurado, vecinos cubriendo de ternura el sofá, una madre leyendo el cuento de antes de dormir, una fiesta reguetón, el barreño rojo en el suelo mientras Juani recuerda a su marido como le gusta que le haga, dos niños durmiendo. Una mujer está preparando la cena; su marido entra en la cocina, le toca el culo y se lleva una croqueta. No lo veo, pero lo imagino.