Culpa y perdón
J.L. Rivas
Te aferras al fusil y agachas la cabeza mientras el silbido de las balas y el estruendo de los obuses parecen taladrarte. Ves al sargento cogiéndose las piernas con las manos y mirándote con ojos desorbitados sin entender lo que está pasando. Su mirada es suplicante y acusadora. No haces nada por él; estás aterrorizado. Te despiertas con un grito ahogado y de un salto te levantas y miras por la ventana: no hay trinchera; el bombardeo ha cesado. Pero la pesadilla se repite todas las noches. Dejaste morir al sargento mientras abandonabas la posición porque el enemigo había abierto una brecha y avanzaba. Fue tu culpa. Tendrías que haber llamado a los sanitarios; había uno a pocos metros. Podría haberse salvado, pero no hiciste nada: solo pensabas en ti.
Fuiste uno de los pocos afortunados que salieron vivos de aquel infierno. Ahora, cuando la pérdida de un brazo te aseguró el regreso a casa, crees que todo será maravilloso, como lo soñaste en las gélidas noches de vigilia. Pero todo está siendo muy difícil, Tras un mes en el hospital militar, estás de regreso en casa. Por increíble que parezca, no te lamentas de que tienes un solo brazo: nada que no se pueda remediar con una buena prótesis. No lo consideras suficiente castigo por tu cobardía.
Tu mujer ya no duerme contigo: no soporta tus pesadillas. Tus hijos adolescentes intentan ayudarte, pero es en vano; te tienen miedo: no eres el que eras. En las noches te paseas por el jardín con tu pistola reglamentaria. ¿Qué peligro te acecha? ¿Quién es tu enemigo? Tu enemigo está dentro de ti. No descansarás hasta que tu conciencia esté tranquila. Una idea que pondría fin a tu tormento ronda por tu cabeza, pero un mínimo de cordura te contiene.
Con el corazón en un puño, llamas a la puerta. La esposa del sargento es bastante joven. Tiene un aspecto cansado, pero su rostro irradia paz. Te preguntas si has hecho bien en buscarla. ¿Por qué lo haces?, ¿para darle consuelo a su viuda?, ¿o para conseguir el perdón por haber dejado morir a su marido?
«Ha venido un soldado a verte», dice la mujer. Entonces, bajando las escaleras, apoyado en dos muletas, el sargento, con un gesto, te invita a sentarte. Tardas en darte cuenta de que no es otro de tus horribles sueños. No sales de tu asombro: es imposible. «Ya ves —dice el sargento—: ambos salimos con vida. Lo pagamos caro, pero estamos en casa. Aquel día me arrastré como pude; dos hombres, no supe quiénes eran, me ayudaron a llegar al hospital de campaña. Recuerdo que no sentía las piernas, hasta que la morfina hizo su efecto.
No sabes qué decir. Instintivamente te cuadras frente a él, haces el saludo militar con el brazo bueno y, con lágrimas en los ojos, murmuras:
—Mi sargento, solicito humildemente perdón por haberlo abandonado en combate.
—No fuiste tú —replica el sargento—: es la guerra que nos abandona a todos, nos arranca el alma… y para eso no hay prótesis.
Con tu conciencia libre de culpa, pudiste, esa tarde, abrazar a tu mujer y a sus hijos, como nunca antes lo habías hecho.