Cuando el sol desaparece

Gonzalo Tessainer

De todas las casas que me ha tocado vaciar debido a mi trabajo en una empresa de mudanzas, la que más me costó fue aquella cuyas paredes seguían pintadas con las palabras inconexas de su propietaria. Aquella cuyas alfombras se tejieron con los suspiros sordos de su dueña. Aquella en la que los azulejos fueron alicatados con el, ya inexistente, cemento de sus recuerdos. Aquella en la mi madre pasó los últimos años de su vida. 

 –Iván, no tienes que hacerlo solo. ¿De verdad que no quieres que alguno de nosotros te ayude? –preguntó un compañero de trabajo. 

–Gracias, pero comprende que es algo que quiero hacer en soledad. 

Acompañado por el silencio de mis pensamientos, aquella mañana de agosto, abrí la puerta de una casa que llevaba más de tres meses cerrada. Deambulé por sus habitaciones y, cuando llegué al dormitorio, un pequeño cuaderno con las tapas rojas me llamó la atención. Al abrirlo, me di cuenta de que se trataba del diario que mi madre escribía y del que desconocía su existencia. Me sentí incómodo al invadir su intimidad, pero ese sentimiento fue derrocado por la curiosidad de poder comprender un poco mejor los últimos días de lucidez de mi madre. 

Jueves 14 de marzo

Hoy me ha vuelto a ocurrir. Me encontraba en el salón y, sin saber cómo, he aparecido en la cocina. Al principio no conocía el lugar pero, tras unos segundos, me ubiqué. No recuerdo haberme movido, ni tampoco lo que ha pasado en el corto período de tiempo que ha transcurrido. Ya es la tercera vez que me sucede y, aunque intente no darle importancia, me preocupa que estas situaciones sean cada vez más frecuentes. ¡Mejor no pensar en ello! ¡Seguro que con unas vitaminas se pasa! Por ahora prefiero no decirle nada a Iván, no quiero preocuparlo sin motivos. Además, hoy celebramos su cumpleaños, y él es el protagonista del día, no yo. ¡Espero que le guste el jersey que le he comprado! 

Martes 2 de abril

 Esta mañana me he despertado y no he reconocido mi propia casa. El miedo se apoderó de mí; no era capaz de identificar ninguna de las habitaciones y la imagen que se proyectaba en el espejo de mi tocador reflejaba una persona que no conocía. Deambulé por el pasillo, y las personas que aparecían en las fotografías que estaban colgadas en las paredes eran extrañas para mí. Todas menos una. Todas, menos mi hermana. Al fijar mis ojos en su rostro, el olor del río del pueblo en el que crecí invadió mi cuerpo. Un aroma que me transportó a aquella tarde en la que soñamos con un futuro tapizado de terciopelo. Evoqué cada una de las palabras de aquella conversación que mantuvimos hace más de cincuenta años y, curiosamente, me sentí arropada por la presencia de mi hermana. ¡Parecía tan real…! No sé cuánto tiempo pasé en ese estado. Cuando volví a reconocer mi casa, ya estaba anocheciendo, y el sonido de las campanas de la catedral acompañó a mi llanto. ¡Estoy tan asustada…! Mañana tengo cita con el médico y me temo lo peor. Espero que me diga que, con unas vitaminas (las que no llegué a tomar hace unas semanas), estos episodios que me acechan desaparecerán.

He estado varias veces tentada de pedirle a Iván que me acompañara, pero no quiero alarmarlo.

Miércoles 24 de abril

Aprovecho este momento de lucidez para escribir mis sentimientos. ¿Será la última vez que lo haga? ¡No lo sé! Cada vez son más frecuentes los momentos en los que mi mente abandona el presente y me lleva a un pasado cubierto de niebla. La situación se ha vuelto insostenible, e Iván ha decidido llevarme a una residencia para que me cuiden. Espero que, cuando me visite, sea capaz de reconocerlo. Tengo tanto miedo de que mi última compañía sea la de la soledad…

Cuando acabé de leerlo, una lágrima aterrizó sobre la última palabra que escribió mi madre, lo que hizo que las cuatro últimas letras se emborronaran y que solo fuera legible la palabra sol. El mismo que le faltó a ella en sus últimos días de vida.