Crónica de un viaje
Rosa Fernández
El coche traquetea por algo que no se puede llamar ni camino; bache tras bache, por fin llegamos a nuestro destino, el poblado de los himbas: cinco chabolas y unas pocas cabras. El sol pega fuerte; aun así, debemos esperar: es lo que tiene llegar de improviso. Se siente ajetreo con idas y venidas de una choza a otra. No importa de dónde sea: no hay mujer que se precie que no se acicale ante las visitas.
Me acomodo en la alfombra como si estuviera en mi casa. Una, que no tiene vergüenza… Nos sentamos a la sombra del único árbol de aquel árido paisaje. Yo me muero de ganas de que me llenen de ocre, que les confiere ese color único y especial; tan solo consigo un trazo en el brazo y un poquito en el pelo, pero con eso me conformo.
Las palabras no sirven: tan solo las miradas. Observo con ansia las caras, los gestos y, ante todo, sus ojos, por si a través de estos soy capaz de adivinar sus secretos. Mi mayor logro habría sido descubrir esperanzas o deseos. Deben de tenerlos, pero ¿cuáles son?, ¿y qué se puede esperar de un terreno vasto, seco y duro como ese en el que viven?
Es un año de sequía extrema: el agua escasea, los animales mueren y el polvo se hace dueño de cada rincón de aquella árida tierra. Los hombres no han vuelto: buscan alimentos al otro lado del río Kunene; para los himbas, no hay fronteras ni países, tan solo la tierra que ellos, desde épocas inmemoriales, han desgastado con sus pies descalzos en su afán por subsistir.
Este pueblo nómada deja atrás, asentados, a los niños y a las mujeres, con sus sencillas rutinas diarias y con los vientres hinchados a la espera de nuevas vidas. Cada uno de sus gestos está medido para gastar el menor número posible de calorías. Tampoco es que tengan prisa… ¿a dónde irían, de todos modos? Aquí el tiempo, determinado en horas, no existe. Todo está gobernado por el Astro Rey. Algunos niños van llegando con la caída del sol; tienen la gran responsabilidad de pastorear las cabras. Se van incorporando a esa manta que se vuelve cada vez más pequeña.
No puedo dejar de pensar en el reencuentro: ese hombre que regresa a casa con sus mujeres, sin saber a ciencia cierta quién seguirá a su lado o quiénes habrán recorrido el camino para no volver a este mundo, donde el tiempo transcurre a un ritmo diferente. Su vuelta a casa generará algarabía; en un primer vistazo, llorará las ausencias y celebrará la incorporación de nuevos vástagos. Cuatro mujeres pueden ofrecer a un hombre muchas sorpresas.
El sol y ese dichoso calor aplaca cualquier deseo de gritar, llorar o, si me apuras, crear cualquier sonido por encima del susurro del aire; tan solo hay derecho para aquella mujer que, en su sufrimiento gime, eso sí, bajito como sin fuerza, o tal vez sin ánimo de romper la quietud del poblado. Puede ser que haya una norma explícita en relación con los sonidos, ajena para los foráneos. A un pequeño se le olvida el tema relativo a los ruidos; una mirada y una simple palabra zanja la discusión mucho antes de iniciarse. Sus ojos se llenan de lágrimas que no derrama; hay sequía: hasta estas deben quedarse dentro.
En aquel silencio existía cierta calma, llamémosla felicidad, que me era extraña; llegué a la conclusión de que, en nuestra acumulación de lo material, nos hemos olvidado, tal vez, de lo más importante.