Comienza el juego

Nerea Aceituno

Respiro, profundamente, para que el aire entre en mis pulmones. Flexiono las rodillas y coloco la pierna derecha adelantada, en el punto en el que la línea delantera de la pista y la central se unen, en la derecha. Es el tercer set de la final, y empiezo sacando yo.

Miro a mi rival: coreana, algo más alta que yo, veintiséis años y Medalla de Bronce en los juegos anteriores. Está siendo una disputa complicada; por eso me esfuerzo para concentrarme. He conseguido remontar después de que me ganó el primer set y, si gano este partido, a mis veintiún años, podría cumplir mi sueño de ganar el oro en los Juegos Olímpicos. Pero prefiero no pensar en esto.

Se encuentra ligeramente adelantada, así que coloco la raqueta de revés y la impulso hacia atrás con suavidad, justo a tiempo para realizar el recorrido contrario con ímpetu, arrancar el volante de mis dedos índice y pulgar —que lo sostienen con delicadeza— y mandarlo a la línea de fondo de la pista. No obstante, mi contrincante llega de forma hábil y, tras varios remates y algunas jugadas en red, consigue el primer punto.

El partido continúa.

El juego rápido, cargado de smash y técnicas defensivas, se entremezcla con un serie casi ordenada de clear, drop, corte en red y lob, hasta que alguna de las dos no llega o lo levanta lo suficiente como para que la otra consiga hacer un kill y se lleve el punto.

Mis nervios aumentan a la misma velocidad que mi agotamiento cuando avanzamos en el marcaje y ninguna se adelanta. 6-5, 10-12, 17-18…

Consigo una ligera ventaja después de que me marque el punto diecinueve: igualo el marcador. Seguidamente, marcamos uno más cada una. 20-20.

Estoy temblando cuando recojo el volante de mis pies, con un movimiento hábil de raqueta, y me dispongo a sacar. La victoria no va a tardar en llegar, y solo una puede hacerse con ella, pero temo pensar que no sea yo quien se cuelgue la medalla dorada y suba a lo más alto del podio.

Miro a mi entrenador, quien me sonríe y levanta los pulgares de ambas manos para darme ánimos. Eso es justamente lo que no necesito: más presión. Mis padres también deben estar viéndome orgullosos por la televisión, así como también medio país.

Recuerdo entonces los años de entrenamiento. Por mi cabeza pasan imágenes de cuando empecé a jugar al bádminton, con apenas ocho años. Entonces solo era un juego. Me lo pasaba bien, y conseguir que la raqueta tocase el volante, aunque ni siquiera llegase a la otra pista —y eso que me lo lanzaban alto y centrado—, era más que suficiente.

Después, las horas semanales empezaron a aumentar, y la intensidad de cada ejercicio lo hizo de forma consecutiva. Pronto no fue suficiente entrenar con el equipo de mi pueblo: cada día teníamos que recorrer casi una hora de ida y otra de vuelta, en coche, para aspirar a una formación mejor. Los fines de semana, hacíamos otro montón de kilómetros para ir a los torneos.

Cuando tuve la oportunidad de irme a un centro de entrenamiento en el que dedicar todos mis esfuerzos al deporte, no me lo pensé. Cada gota de sudor derramada, cada lágrima de frustración, las noches sin dormir, las dietas estrictas, los meses sin salir de fiesta… Todo compensa la satisfacción que da hacer lo que más me gusta, y ganar. Solo me quedan dos puntos para ello.

Coloco la raqueta de derecha, para que mi rival asuma que voy a hacer un saque largo, pero lanzo el volante a la esquina entre la línea delantera y la del pasillo. Está tan ajustado que la coreana tiene que levantar y, después de que me defiende dos remates, le cruzo la pluma en la red y me llevo el punto.

Me seco el sudor de la cara, exhausta. Un último esfuerzo debería ser suficiente. Me lo debo, se lo debo a todos aquellos que durante este tiempo lo han dado todo por mí. Respiro profundamente y, sin pensarlo más, dejo que la raqueta toque el volante. Comienza el juego.






El smash, el drop, el lob o el kill son algunos de los golpes básicos del bádminton, así como son características de este deporte las diferentes posiciones de raqueta y los distintos saques.