Colinas púrpuras
Roberto Vega
La oscuridad de la madrugada camufla las sombras que rectan por las trincheras mientras trasmiten las últimas órdenes.
—¿Qué dicen? —pregunta una voz.
—Atacamos a las siete —responde alguien.
Acurrucado en mi capa, calado por la plomiza lluvia de las últimas jornadas, noto los piojos recorrerme el cabello. Sé que debo descansar; cierro los ojos y, sin pretenderlo, el recuerdo del instante en el que mis días de color se desvanecieron para siempre se hace presente.
Aquella tarde el verde de las praderas cubría todo el valle; más allá, las laderas de las montañas que lo circundaban ascendían escarpadas al tiempo que las nubes se hacían jirones a su paso por las afiladas cumbres.
Sentado sobre la hierba, consciente de que podía ser la última vez que contemplara aquel lienzo, me estremecí al recordar la conversación que acababa de mantener con mi padre.
—Necesito que lo entiendas —había suplicado él—. Tu hermano mayor tiene mujer e hijos, y tu hermano pequeño es demasiado joven; muy débil para sobrevivir en el frente. Por eso debes ser tú. —Tenía la mirada sombría—. ¿Comprendes que debes ser tú?
—Sí, padre, lo comprendo.
La voz del sargento me despierta. El alba comienza a despuntar, y densos nubarrones tiñen de ceniza la yerma extensión que nos rodea hasta el horizonte.
—…ha llegado la hora de demostrar a esos jodidos nazis con quién se enfrentan —está diciendo—. La de hoy será una lucha hasta el final: o conquistamos esa colina, o moriremos todos aquí. —Guarda silencio—. Yo mismo mataré al cobarde que dé un paso atrás, ¿entendido?
—Entendido, señor —responden todos.
Nos ponemos en marcha. Solo he avanzado unos metros cuando las primeras ráfagas de una MG-42 (la segadora), apostada en lo alto de la colina, comienzan a desmembrar cuerpos. En un acto reflejo nos arrojamos al barro que tinta de marrón los uniformes.
El intercambio de disparos, acompañado del bramido de los soldados, hacen que el aire se vuelva denso, y enseguida comprendo que no tenemos ninguna posibilidad: el ocre de la tierra empapada se cubre de púrpura, y cientos de hombres agonizan a mi alrededor sin que en el otro bando haya ninguna baja.
Sé que voy a morir. Observo la dirección de las balas de la MG-42 mientras siegan el aire. Espero agazapado, cuando siento que la segadora ha cambiado de dirección, me incorporo y avanzo con una idea fija: destruirla a cualquier precio. Suelto mi fusil, agarro una de las negras granadas de mano que cuelgan de mi cinturón y la lanzo ayudado por la rabia que brota de mis entrañas. En ese momento una ráfaga me rasga el brazo, el pecho, las piernas, y me derrumbo con un sabor metálico entre los dientes.
Grises figuras sobrepasan mi posición: chapotean feroces, luchan, matan; pero ya no se escucha el “ra-ta-ta-ta-ta-ta-ta” de la MG-42. Al fin, los vítores enloquecidos.
«Primero a este: si hoy estamos vivos es gracias a él», escucho decir al sargento, y me dejo mecer por mi pasado.
La superficie perlada del lago se reflejaba en el azul turquesa de sus ojos. Estábamos solos, con los cuerpos todavía entrelazados después del deseo desatado, pero algo había cambiado después de mis últimas palabras.
—¿Por qué tú? ¿Porque lo haya decidido tu padre?
—Así debe ser, él solo piensa en el bien de la familia…
—¿La familia? —me interrumpió ella—. ¿Y qué será de la vida que hemos soñado? —Me observó con decepción—. Es definitivo, ¿verdad?
Con los ojos anegados en lágrimas depositó un pequeño estuche de acero en mi mano y salió corriendo. Lo abrí, había una foto suya en el interior.
Me despierto. No me puedo mover: tengo todo el cuerpo vendado. Un hombre con una bata lee algo frente a mí, su silueta parece confundirse con las paredes de cal blanca bañadas por la claridad que entra del exterior.
—Doctor, ha despertado —dice una mujer con una cofia en la cabeza.
El hombre levanta la mirada del papel que sostiene entre sus manos, me sonríe y deposita una caja de acero deformada en una pequeña mesa auxiliar.
—Guárdala muchacho, la bala que la ha dejado así iba directa a tu corazón.