Códices
Roy Carvajal
En el período entre guerras el viejo duque intentaba proteger su biblioteca de la destrucción. La humanidad siempre vetó el conocimiento con fuego: Alejandría, la Inquisición, los códices mayas… varios clarividentes lo vaticinaron de nuevo, así que decidió heredar a uno de sus dos hijos el conocimiento oculto de sus ancestros.
Los duendes vivimos en su biblioteca cerrada con llave, es la herencia para sus hijos, dos pequeñines rubios y traviesos, de ojos azules como los de su padre. La llave brilla y el polvo de oro se desvanece entre las manos cuando se inserta en la cerradura. Gira tres veces y el mecanismo activa las notas do-re-mi, que repican tal como campanas.
El menor ajusta sus anteojos mientras estudia. Su otro hijo adolescente solo piensa en dar problemas en el pueblo, sería un buen combatiente y defendería con orgullo el patrimonio literario. En cambio el menor apenas cumplió siete años, pero devora con entusiasmo sus libros escolares.
El duque siempre porta la llave consigo. «Si me matan, se convertirá en polvo dorado» dijo una vez. Sería el fin de nosotros los duendes. Pero esta vez escondió la llave en su recámara, en un armario. Se aseguró de que los chicos la encontraran. Siempre andaban por entre las habitaciones, el uno jugando con soldaditos de plomo y el otro armando rompecabezas de madera. Entonces el duque bajó al tranquilo pueblo a beber algo en la taberna.
—¡Oye, cuatro ojos! ¡A que no te atreves a entrar a la recámara de papá!
—¡Deja, que ya casi lo armo! ¿Qué haces? ¡Nooo! Pasé la tarde armándolo ¡Devuélveme las piezas, le diré a papá!
—¡Vienes o vienes!
—Está bien. Pero es prohibido. Allí está la biblioteca también.
—No se dará cuenta, ja, ja. ¡Mira que dejó abierto!
Los chiquillos subieron las gradas del torreón. La puerta rechinó y vieron el armario abierto, con la llave resplandeciente. El mayor la tomó entre sus manos. El menor miraba atónito:
—¡Es la llave de la biblioteca!
—¿Y tú como sabes?
—Papá me lo dijo un día. Allí hay códices mágicos—dijo ajustándose los anteojos.
—¡Patrañas! ¡Iré a venderla y me darán muchos marcos!
—Noo, noo ¡dámela!
Forcejearon, pero la llave se desvaneció en su polvo dorado. Quedaron aterrados por el desenlace sobrenatural y el mayor salió corriendo de la recámara. El menor quedó paralizado de miedo. El viento dio un portazo y el chiquillo quedó encerrado en la recámara, mirando de frente la otra puerta, la de la biblioteca.
Metió las manos en sus bolsillos. Allí estaba la llave. La ubicó en sus dedos. Sin pensar, repicó los do-re-mi.
El olor a papel, el aroma de estantes de nogal le invadieron. Se vio rodeado de códices antiguos: el Necronomicon, manuscritos del Codex Giga, profecías de Nostradamus, mística, alquimia… su mente se abrió a un mundo incierto.
Alcanzó un tomo de conjuros. Decidió leerlos en voz alta a ver si funcionaban. La curiosidad. La ignorancia.
Me hizo aparecer en el centro de una estrella de cinco puntas, entre símbolos geométricos. Saqué mi daga y lo amenacé. Su cara pálida mostró su espanto al ver mis ojos de fuego y mi pelaje verde.
—Hola, niñito—Le dije.—Lo que hiciste es imperdonable. Solo tu padre y tu madre tienen el derecho de invocarnos. ¡Dime algo, no te quedes con esa cara de bobo!
—Yo… no… sabía… que…
—Lo sé, nadie te explicó. Pero el conjuro es irrevocable. Ahora deberé usar esta daga mágica para matar a tu familia. Así robarás sus experiencias. ¡Absorberás sus almas!—El niño empañó sus anteojos con lágrimas.
—¡No lo haré! —dijo insolente.
—Bien, ya que decidiste, queda otro camino.
Lo tomé del cuello para arrastrarlo hacia mi mundo, pero cerró el libro. La daga mágica saltó de entre las páginas e hizo un corte en su mano. Soltó el códice y su cuerpo se redujo hasta fundirse entre los símbolos.
El duque regresó a casa. Arrastrando a su hermano de la oreja, subió de prisa las gradas del torreón hasta la biblioteca de su recámara. Una sonrisa dejó entrever su emoción, al ver los anteojos de su próximo heredero sobre el libro.