Certeza

Roberto Vega

Antes de llegar al lujoso vestíbulo que separa la zona de restauración de las estancias más exclusivas del hotel, Javier Oñate, miembro del consejo de administración (y actual director) del periódico para el que trabaja desde hace veinte años, tuvo una revelación.

No te va a funcionar.

Ascendió por una escalera lateral: suelo enmoquetado, barandilla de madera, y una certeza.

—No tengo más opciones —susurró Javier. Y esa seguridad lo llenó de terror y de convencimiento mientras avanzaba.

Siempre hay más opciones.

Se detuvo. La puerta de la habitación estaba entornada; el hombre dudó un instante. 

—¿Hay alguien ahí? —preguntó Javier.

No entres, siempre hay más opciones.

—No encienda la luz. —La voz procedía de uno de los rincones a oscuras del interior—. Entre y deje el dinero sobre la cama. —Javier obedeció—. El trabajo se hará según lo previsto.

Es un error. Te detendrán. Perderás tu puesto en el periódico, y te meterán entre rejas por haber ordenado el asesinato de tu mujer.

Javier salió del hotel por una de las puertas de servicio, y condujo durante algo más de media hora hasta llegar a su casa. En el interior todo estaba en calma. Irene, su mujer, lo había abandonado hacía tres días después de su última discusión, y el personal contratado para las tareas domésticas ya se había ido.

Te advertí que dejaras a esa mujer: demasiado peligroso. Irene estaba al corriente de tus infidelidades, y sabías que jamás pasaría por alto que te acostaras con la mujer de un ministro.

¡Irene no debió amenazarme! —El brote de ira contrajo la expresión de Javier mientras apretaba con fuerza la mandíbula—. Le ofrecí mucho dinero por su silencio, pero ella… ella siempre tan obtusa.

Siempre hay una alternativa. El artículo del periódico.

—¿Por qué me recuerdas eso ahora?

Porque es importante.

—¡Maldita sea! ¿De qué estás hablando?

A la mente de Javier acudió una de las secciones del periódico. Sus artículos siempre tenían los mismos ingredientes: trataban de temas actuales, casi siempre sobre peligros que no debían ignorarse, y su contenido era minucioso y verídico. El artículo que habían publicado hacía una semana había generado mucha controversia en las tertulias televisivas. En él se hablaba de una nueva droga que tenía la capacidad de inhibir la voluntad de los individuos que la tomaban (hasta ahí nada nuevo); lo relevante era que, quienes la ingerían (era incolora, insípida y no dejaba rastro en el cuerpo), sufrían una total anulación de su voluntad, llegando a actuar como esclavos de otra persona, pero asumiendo los actos como propios.

Javier dejó su maletín sobre una de las sillas del salón, abrió el mueble bar y, como cada noche, se sirvió una copa de Glenfarclas (su whisky preferido).

Esta noche… 

¡Ya es suficiente! Vete, no quiero escucharte más.

La expresión de Javier se contrajo, y de sus ojos entreabiertos emanó una rabia que le resultó imposible controlar. Apuró el contenido de la copa y se sirvió de nuevo. En ese momento, su móvil le avisó de que había recibido un mensaje. El hombre lo abrió y leyó su contenido.

Bien, te lo advertí, ahora tendrás que seguir mis instrucciones…

Javier dejó el móvil sobre una silla, entró en una de las habitaciones del piso inferior que solía utilizar de despacho y abrió uno de los armarios cerrados con llave. De su interior extrajo un reluciente estuche de madera de caoba. La pistola que contenía no era muy pesada. El hombre la tomó con firmeza, enroscó un dispositivo silenciador al cañón, lo colocó sobre su sien y disparó.

Irene vio el destello a través de la ventana, cruzó la calle y entró en su casa. Abrió la bolsa que llevaba en la mano y en ella metió la botella de Glenfarclas, la copa que había utilizado Javier y el móvil al que apenas unos minutos antes había mandado las instrucciones precisas que debía seguir su marido. Sonrió satisfecha al recordar el artículo de la extraña droga en el periódico de Javier. Lo que Irene no podía imaginar era que, una semana más tarde, ese mismo periódico abriría con una noticia inesperada: la de su propia muerte a manos de un desconocido.