Camilo y el pequeño mono
Emmanuel Campos
Había una vez un joven elefante llamado Camilo que vivía en la selva africana junto a su familia. Todos los días, por las mañanas, daban largas caminatas en búsqueda de agua para beber y de ricas hierbas para comer. Aprovechaban este trayecto para platicar de su vida. Se contaban temas, como las excelentes calificaciones del hermano mayor de Camilo, las aventuras que su padre había vivido en su juventud y los chistes del abuelo, que todos habían escuchado más de 100 veces.
Sin embargo, Camilo no participaba en las conversaciones y se dedicaba a observar los paisajes y animales que encontraba en el camino; prestaba especial atención a las formas, colores y cualidades de cada animal. Al observarlos, pensaba que quería ser como ellos cuando fuera mayor.
“Quiero correr tan rápido como el leopardo y volar tan alto como el águila”, decía para sí. Estas caminatas eran momentos para soñar despierto. Algunas veces se imaginaba volando entre las nubes para traer más rápido el agua y la comida para su familia, y otras tantas se veía sorprendiendo a sus hermanos por lo rápido que podía correr.
Camilo no quería que esto se quedara en un sueño y estaba dispuesto a esforzarse para aprender dichas cualidades, así que un día decidió separarse del grupo mientras todos tomaban una siesta y se dirigió a la vivienda de los jaguares. Observó detenidamente el movimiento de sus cuatro patas y la concentración en sus miradas al momento de correr, por lo que creyó que era lo único que necesitaba para ser uno de ellos.
“Fuerza y concentración”, se repitió a sí mismo mientras se preparaba para correr. Seguido de una respiración profunda, Camilo utilizó toda su fuerza para alcanzar al jaguar más pequeño, pero a los pocos segundos se dio cuenta de que la distancia entre ellos era cada vez mayor. Desanimado, se dirigió a donde estaba la mamá de los jaguares, quien estaba descansando debajo de un árbol, y le preguntó:
—¿Mamá jaguar, me enseñarías a correr como ustedes?
—Tú eres un elefante, Camilo, jamás podrás hacer lo que hace un jaguar.
Camilo se dio la media vuelta y entre dientes la remedó: “Jimis pedrás hecer lo que un jeguer”.
Frustrado, siguió su camino y, al poco tiempo se encontró con dos águilas, que volaban libremente por los cielos. Subían, bajaban, daban vueltas, y hasta hacían figuras con su silueta, haciéndolo parecer la cosa más sencilla del universo. “No tengo alas, pero tengo dos enormes orejas. ¡Con esto me bastará para volar!”, se dijo entusiasmado. Así que Camilo escaló una pequeña montaña y, tras haber corrido unos metros para tomar vuelo, se tiró de ella, y con toda su fuerza ondeó sus orejas. Lastimado y desconsolado, se prometió a sí mismo que no iba a descansar hasta ser tan bueno como el jaguar o como las águilas, aunque eso le costara lastimarse otra pata.
Se dirigió al lago para beber agua y contempló lo rápido que nadaban los peces. “Seguramente, no podré nadar como ellos, ¿para qué lo intento?”, se dijo desanimado. Unos instantes después, los peces desaparecieron y solo quedó su reflejo en la superficie del lago. Observó sus enormes orejas, sus grandes colmillos y su larga nariz.
“Esto no me sirve para nada, ¿por qué soy tan grande y torpe?, ¡no sirvo para nada!”, exclamó Camilo mientras las lágrimas corrían por sus ojos. De pronto escuchó un ruido estruendoso seguido de un grito muy fuerte, que lo hizo reaccionar.
—¡Auxilio, auxilio!, se escuchaba un grito a lo lejos. —Camilo se dirigió rápidamente hacia donde pedían ayuda y se encontró con un árbol caído encima de un pequeño mono—. ¡Ayúdame, soy muy joven para morir! —exclamó el mono desesperado.
—Guarda la calma: haré hasta lo imposible para sacarte de ahí.
Sin pensarlo dos veces, Camilo usó toda su fuerza para cargar el árbol con su nariz, lo que permitió que el mono se liberara ileso. El pequeño mono brincó de emoción y abrazó con alegría a Camilo en símbolo de agradecimiento.
—Eres el mejor del mundo; sin tu ayuda seguiría atrapado. ¡Me salvaste la vida!