Atus en casa

Enrique Gómez

Recuerdo que era lunes. Mi última misión había sido un desastre. Volvía a casa después de muchos días dando tumbos de la Ceca a la Meca, matando malos (y algún que otro inocente, por error), con una sanción administrativa y suspensión temporal de empleo y sueldo. Anochecía. Era tal mi desánimo y estaba tan cansado que aparqué en la calle en vez de en la cochera: entré a la urbanización por el jardín que bordea la piscina.

En la zona privada, el aire era tan fétido que se me adormeció la pituitaria. La peste provenía de algunos bultos de color gris verdoso. Eran veinte o treinta trozos de carne podrida, diseminados por el césped, principalmente extremidades humanas incompletas.

Me irritó tal dejación: respetar las zonas comunes es un mínimo para la coexistencia civilizada. Durante las pocas semanas que presidí la comunidad, tuve enfrentamientos con el resto de mis vecinos por episodios que, comparados con éste, parecerían irrelevantes. Me enfadé tanto que, sin entrar en casa, fui a quejarme a la presidenta, Coral, con la que no me hablaba desde que amañó una junta de vecinos, dio un pucherazo y me relevó del cargo en connivencia con el administrador (con cuya cabeza putrefacta, casualmente, esa noche jugaban unos gatos).

Llamé a la puerta de casa de Coral con mi peor talante. Cuando abrió, vi que ella y su marido estaban de color azul grisáceo. Fueron cariñosísimos: me dieron un abrazo y dos besos cada uno. Me invitaron a pasar y el marido, Ramón, preparó una manzanilla para calmar mis nervios. Mientras, Coral, me puso al día con la mayor dulzura: Poco después de mi partida, una pandilla de jipizombis, aprovechando que el socorrista libraba, saltaron la verja y se bañaron en la piscina, contaminándola. En dos días, toda la urbanización estaba zombi y, cosa extraña, como efecto secundario, súper cariñosa. Parece ser que los zombis pueden ser de varias clases. En nuestro caso, la comunidad había tenido la fortuna de caer bajo un jipivirus, que tiene los mismos efectos físicos que los demás zomboides pero, en lo psicológico, actúa de otra manera.

La parte mala (para mí) fue que, como ahora eran comuna, habían decidido por mayoría fraterna que mi casa, casi siempre vacía, era ideal para albergar el Club Social Comunitario. Se me volcó la taza y derramé la manzanilla. Quise salir disparado, aunque tardé un rato porque Coral y Ramón me entretuvieron con una despedida larguísima cuajada de besos.

Mi intención era echar a todo el mundo de casa, pero al entrar, se alegraron tanto de verme y me besaron y abrazaron tan efusivamente que no supe oponerme a su presencia. Me vencía el cansancio y sólo quería acostarme; antes de subir al dormitorio les pedí que no hicieran mucho ruido y que al marchar lo dejaran todo recogido. Ellos, en agradecimiento, se ofrecieron a traerme las maletas desde el coche: les di las llaves, subí, me acosté y caí dormido al instante.

No debía llevar mucho rato dormido cuando me sobresaltaron un disparo y muchas carcajadas, iba a bajar, pero llegó Javier a pedirme perdón. Dijo que, jugando a la ruleta rusa con la pistola que habían encontrado en la guantera de mi coche, Oscar se había volado una oreja. Dijo también que no debía preocuparme por las manchas de sangre, porque ellos la tienen coagulada y no les fluye; que estaban recogiendo, y que ya nos veríamos mañana. Por precaución, le pedí que me subiera la pistola, a cambio le ofrecí unos nunchakus y un puño americano que tenía en la mesa de noche. Quedó encantado con el cambio, me besó en la frente y se despidió, dándome las buenas noches. Guardé la pistola y me volví a dormir, esta vez sin interrupciones.

Creo que soñé con el día siguiente.