Roberto Vega
Antes de volver
—¡Clara, querida! —exclamó el anciano mientras se fundían en un abrazo—. Siéntate y sírvete. Marisa te ha preparado su mejor té. —Señaló una bandeja con una tetera.
—Samuel, tienes una esposa maravillosa —apreció la joven.
—Cierto: soy un hombre afortunado.
Clara miró a su alrededor. Todo seguía igual: el suelo enmoquetado, las paredes empapeladas, las estanterías repletas de libros, la claridad de los ventanales; todo igual, excepto Samuel, quien parecía más envejecido, más enjuto en su silla de ruedas.
—Bien, tú dirás.
—Siempre tan directa. —Samuel sonrió antes de suspirar—. Ya sabes que solo me quedan unos meses de vida. —La joven asintió—. Bien, pues quiero que seas tú quien escriba mi biografía. —Clara trató de ordenar sus pensamientos mientras sentía los ojos de color mar del anciano. Estaba ante un científico de prestigio internacional. Sus libros eran estudiados en las facultades de Medicina, y sus conferencias, seguidas por miles de personas en todo el mundo. Hablar de Samuel Müller era hablar de una eminencia en el campo de la psiquiatría—. Pero, antes de responder, necesito que sepas algo que solo mi familia directa conoce.
—Te escucho.
—Durante la Segunda Guerra Mundial, yo era uno de los ayudantes personales de Josef Mengele. —Clara dejó de pestañear y se removió en su asiento—. Me encargaba de las mujeres embarazadas. —La joven contuvo la respiración. El anciano tenía la mirada perdida en algún punto del jardín—. Una noche, cuando regresaba al campo con algunos compañeros después de un día libre, tuvimos un accidente. Estábamos bebidos, y el vehículo dio varias vueltas antes de chocar contra un árbol. Entonces, ocurrió algo extraordinario: me separé de mi cuerpo. Lo vi allí abajo, sangrando, al lado del de mis compañeros. Cuando llegó la ambulancia, creí que estaba muerto porque podía ver cómo trataban de reanimarme. Sin embargo, yo sentía una poderosa expansión (más consciente que nunca), invadido de una profunda sensación de paz y libertad. —Clara escuchaba su propia respiración.
»Después de eso, experimenté un viaje. Regresaba a un mundo al que pertenecía, donde había estado antes, con el que me identificaba; era mi verdadero hogar. Allí, me recibieron unas presencias luminosas, llenas de amor y compasión; éramos una unidad. Nos comunicábamos sin palabras, y sentí acceso a una fuente ilimitada de información.
»Entonces, vi mi vida pasar. No eran recuerdos aleatorios de ciertos momentos, como el primer día de escuela; experimenté todas las interacciones que había vivido desde mi nacimiento hasta el accidente. No solo sentí las emociones exactas que yo había tenido, sino también las que habían soportado mis víctimas; incluso reviví las sufridas por sus familiares a causa de mis actos.
»Cuando el proceso finalizó y me vi envuelto en la paz más maravillosa que puedas imaginar, recibí la orden de volver: era mi propia voz.
»Pasé semanas en un hospital. En ese tiempo, Alemania fue derrotada y yo, en mi estado, quedé al margen de las purgas. Pero, cuando al fin desperté, ya no era el mismo: aquella experiencia me había transformado.
El silencio en la biblioteca era absoluto, y a Clara le sorprendió la mirada serena del anciano.
—¿Por qué contarlo ahora? Arruinará tu carrera.
—Porque siento que debo desapegarme del reconocimiento que me rodea. Sé que era un monstruo. Pero, cuando regresé de mi ECM[1], una verdad se reveló incuestionable: lo único importante es la búsqueda incansable del amor y la entrega a los demás.
—¿Por qué yo?
—Porque eres mi amiga, y porque eres una periodista brillante; pero entenderé que no puedas aceptarlo.
Cuando Clara salió a la calle, estaba oscureciendo. Una bandada con forma de uve avanzaba bajo el cielo encapotado, y pensó si desde allí arriba nos verían como Samuel lo había descrito. Introdujo la mano en su bolso. El tacto de su grabadora le recordó que aquella conversación no había sido un sueño, y rememoró las últimas palabras del anciano: «¿Sabes?, después de aquello, nunca volví a temer a la muerte; sé lo que me espera, y es maravilloso». Ajustó la solapa del abrigo y dejó que el bullicio de la ciudad la recibiera; en su mente, un pensamiento: tenía que tomar una decisión
[1] ECM: Experiencia Cercana a la Muerte.