Anomalías

Vicente Nadal

vicente nadal

Entre julio y agosto de 2018, por fin, pude disfrutar de un largo veraneo en Playa Blanca, al sur de Lanzarote. Con antelación había contratado el tiempo de estancia en mi hotel preferido: Princesa Yaiza Suite.

 

Precisamente, en nuestra celebración del año anterior, habíamos acordado convocar la siguiente reunión anual en el hotel Princesa Yaiza (por eso estaba tan satisfecho con mi alojamiento). De aquel singular y desaparecido grupo —al que apodamos Creadores sin Fronteras, con César Manrique a la cabeza—, solo acudimos los cinco que seguíamos vivos. No tuve dificultad para organizarlo, ya que mi amigo Pierre Boulanger (el jefe de sala del hotel) siempre ha sido un maître admirable; atendió con elegancia y generosidad tanto el servicio de la cena como el del resopón. 

 

Durante la sobremesa, volvimos a comentar la absurda forma de morir que había tenido César, nuestro líder de juventud. Le sobrevino cuando regresaba a la casa que se había construido sobre la oquedad de un río de lava, sutilmente integrada con la negrura del entorno volcánico. Conducía su automóvil cuando, inexplicablemente, se estampó contra una de las esculturas móviles que él mismo había diseñado para embellecer el centro de las primeras rotondas erigidas en Lanzarote. Fue semejante a la muerte absurda de Albert Camus.

 

Soy testigo de que mi amigo César, con demasiada frecuencia, se dejaba llevar por su ímpetu creativo. Hoy lo calificarían como personalidad histriónica hiperactiva; sin embargo, creo que su temperamento vivaz y vitalista estuvo ligado a su destino, con una muerte temprana.

 

Nuestra enésima celebración se prolongó alegremente hasta el amanecer. Claro que, unas horas después, los cinco maduritos joviales sufriríamos las consecuencias del exceso: una tremenda resaca.

 

A pesar de mi estado deplorable, atendí una llamada telefónica urgente de Andrés, el subdirector del periódico con el que he colaborado en su extra dominical como columnista al uso:

 

—Dime, Andrés —respondí como pude, con lengua trapajosa.

 

—Ya sé que estás de vacaciones en Lanzarote, disfrutando de un magnífico hotel. Por eso te llamo; porque ha ocurrido un suceso extraordinario cerca de ahí, y he pensado que podría interesarte investigarlo. Quien consiga la exclusiva se llevará el pastón del verano. ¿Qué me dices? —espetó Andrés, y añadió amenazante—: ¿Te interesa o se lo propongo a otro? 

 

—Valeeee… “Echa el freno, Macareeeno”, que aún no soy yo… cof, cof, cof.  La fiesta de anoche me ha dejado un poco perjudicado, cof, cof, cof… ¿Comprendes lo que intento decirte? —Esto último lo pronuncié en modo lastimero.

 

—No me digas más… —afirmó taxativo Andrés (con tono compasivo), y prosiguió vivaracho—: ¡Despierta!, espabílate rápido y llámame enseguida. ¿Y si nos chafan la exclusiva?… Escucha: se trata de una anciana, un caso de combustión humana espontánea… Ya no te digo más. ¡Espabilaaa, Atilaaa! —concluyó gritando.

 

Así lo hice: saqué fuerza de flaqueza, me recompuse en un plis plas, y llamé al periódico después de haber tomado medio litro de café con un par de Ibuprofeno 400. Pregunté por Andrés, y me respondió con la socarronería esperada:

 

—Dime, “Supermánnnn”, ¿ya estás operativo? 

 

—Bueno, más o menos… —La lengua trapajosa se había esfumado—. ¿Quieres explicarme el infortunio de esa señora? Me has dejado intrigado. ¿De qué va la exclusiva que me ofreces? 

 

—Calla, escucha y alucina: hay una aldea aborigen cerca del Yaiza. Ahí, en su casucha, vivía Mariana (de ochenta y pico años), ella sola. Ayer por la mañana, como era su costumbre, la mujer salió a la calle para ir a la tienda que hay en la plaza pero, a medio camino, sin motivo conocido ni compañía a la vista, de repente, se le incendió medio cuerpo hacia arriba. El hijo de la tendera, en cuanto la vio, corrió hacia donde estaba Mariana envuelta en llamas, llevando consigo una manta de lana para cubrirla y para sofocar el fuego. Sin embargo, no pudo apagarlo; ni la manta ardió ni él sufrió quemaduras. A los pocos minutos, el cuerpo y ropa de la anciana se habían calcinado; en cambio, sus dos piernas y las zapatillas negras que llevaba puestas permanecieron intactas.  

 

—¡Caramba! Ahora mismo acudiré a la aldea para recoger datos in situ. Andrés, muchas gracias por avisarme, te mantendré informado.