Al otro lado
Elvira Toro
La puerta del cuarto de baño se abre y se enciende una luz. La imagen de mi usurpadora aparece frente a mí, al otro lado del espejo. Tan igual que yo y a la vez tan distinta. Ella sabe que la observo. Se pinta los labios con ese carmín rojo intenso que tanto odio. Lo hace por eso, disfruta cambiando mi aspecto físico a su antojo. Luce un vestido ajustado muy corto y el pelo suelto sobre los hombros como si quisiera gritar al mundo que me ha suplantado.
Mi marido entra en el lavabo. Lleva puesta mi corbata favorita, le pide a la intrusa que le ajuste bien el nudo. Parece que tienen intención de cenar fuera de casa. Pablo conoce a la perfección mis gestos y todas mis costumbres. Sabe que yo suelo deslizar mis dedos sobre la seda con suavidad y doy un tironcito final al cuello de la camisa. Ella no lo hace. Se va a dar cuenta de que esa no soy yo. Cuando lo descubra, él vendrá a buscarme.
En este lado del espejo: no hay tiempo, ni hambre, ni sed, pero sí miedo. Estoy atrapada en un espacio angosto y oscuro. Cuando se apaga la luz del cuarto de baño, todo se vuelve tenebroso. También hay frio. Una sensación incesante que entumece mis músculos. Solo rezo para que Pablo descubra pronto que esa no es su mujer y encuentre la manera de ayudarme.
Ella desliza con suavidad sus dedos por el cuello de mi marido. Acerca sus labios profanos a uno de sus oídos y le susurra palabras que no puedo escuchar. Pablo le sonríe y asiente con la cabeza. La usurpadora besa con delicadeza el cuello de él y me mira de reojo. Lo está haciendo adrede. Sabe que soy testigo de lo que está sucediendo. Me tortura. No le basta con robarme mi vida, quiere verme sufrir.
Sus labios y los de él se encuentran. Puedo observar como sus lenguas húmedas se entrelazan y juguetean. Al ver que sus bocas se devoran, grito y golpeo la superficie de este lado del espejo con desesperación. De nada sirve destrozar mis manos, ellos permanecen ajenos a todo. Pablo la estrecha entre sus brazos, la levanta y deposita su cuerpo sobre el amplio mármol de la pica del lavabo. Ahora veo la espalda de la impostora y la mirada de excitación de él. Leo el deseo en sus ojos. Hacía tanto tiempo que no me miraba de esa forma. Me invaden los celos y la rabia. «No, esa no soy yo. ¡No lo hagas! No puedes hacerme esto» suplico. Mis ruegos son vanos. Tengo asiento de primera fila para ver cómo ese ser maligno se acuesta con mi marido.
Ella rodea con sus muslos las caderas de él y atrae hacia sí su cuerpo con ayuda de la corbata. Sus dedos son ágiles como los de un pianista desatando los botones de la camisa de Pablo. Él introduce su mano diestra bajo el vestido y se deshace de su ropa interior. La intrusa asalta con urgencia la bragueta de su pantalón, libera su miembro erecto y se da la vuelta. Se sitúa de cara al espejo con la clara intención de asegurarse de que veo sus rostros cuando Pablo la penetra. Él agarra sus pechos, la embiste con firmeza. Los gemidos invaden la estancia. Ella me mira y muerde con suavidad sus labios húmedos en señal de placer. Le excita saber que la observo. Quiere destrozarme, herirme en lo más hondo de mi ser. De nada sirve tratar de tapar mis oídos, los sonidos que emiten al alcanzar el clímax desgarran mi alma. No puedo más, rompo a llorar acurrucada junto al cristal.
Al finalizar, ella sale del cuarto de baño y él hace ademán de seguirla. En un último intento desesperado grito su nombre. Pablo se gira y dirige su mirada hacia mí. Me ha escuchado. Mientras golpeo con todas mis fuerzas la superficie que nos separa, él lanza con su mano un beso en dirección al espejo. Lo último que veo antes de que la luz se apague es una sonrisa pícara dibujada en sus labios.