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Nerea Aceituno
Me miro al espejo varias veces, respirando profundamente. Ya está bien eso de ser una cobarde. Me pinto los labios y ensayo una sonrisa segura, confiada. Estoy muy nerviosa. Este vestido es demasiado atrevido: corto y con un pequeño escote. Además, hace frío. Esta semana incluso ha nevado, algo que hacía años que no ocurría en la ciudad.
«Yo puedo ser fuerte», le susurro a mi reflejo.
Salgo de casa dispuesta a todo. Ha llegado el momento de arriesgar, y no dejarlo todo en manos del destino. Mientras camino hacia la plaza en la que hemos quedado junto a nuestro grupo de amigos, para mi desgracia, imagino todo lo que podría hacer para acercarme a él: fingir que tropezamos en la esquina, pedirle que me sujete para no resbalarme… Cuántas bobadas podría hacer alguien por amor. Por ese primer amor que rompe tus esquemas y te lleva a cometer todas las locuras posibles.
Cuando ya estoy cerca, echo a correr, con cuidado, en contra del viento. ¡No puedo esperar más para verlo! Es tan guapo… Llego a la plaza y lo busco con la mirada. El corazón me late a mil por hora, tanto que pienso que se me va a salir. Al fin lo localizo entre el bullicio. Pero…
No está solo. La que lo acompaña no es una chica de nuestro grupo, pero hablan y se ríen con gran complicidad. Ella lleva su abrigo sobre sus hombros y le acaricia el pelo como tantas veces he anhelado hacer yo. Me quedo paralizada.
Algo se rompe dentro de mí. Siento mi corazón caer, como un trozo de hielo que se quiebra en pedazos al impactar contra el suelo. Con los ojos inundados en lágrimas, me esfuerzo por recomponerme, por unir de nuevo todos los pedazos de mi corazón, pero allí, de pie, entre la nieve, me doy cuenta de que es como un puzle de mil piezas que no encaja. Le falta una, que acabo de perder: la de la ilusión.
Ahí me quedo, temblando de miedo, rabia e impotencia. Con aquel vestido precioso, mi melena planchada y un maquillaje discreto pero bonito, ideal, para la ocasión. Estoy genial, y eso es algo que no digo a menudo. Sin embargo, solo yo veo lo rota que estoy por dentro. La niña que soy se desprende de mí para quedarse en esa esquina del barrio por la que evitaré pasar desde esa tarde que deseo olvidar. Mis sentimientos se oscurecen. De pronto. Vuelvo a casa y, al cruzar la puerta, me da la sensación de tener diez años más que cuando salí.
No puede ser que esto sea enamorarse. ¿De qué mariposas en el estómago habla la gente? Lo que yo siento es un enjambre de avispas que me pican una, y otra, y otra vez. Hasta dejarme sin aliento, y más vacía aún de lo que ya me he quedado.
***
Han pasado algo más de dos años desde aquella primera vez que me rompieron el
corazón. Ya no soy esa niña de quince años que lo vivía todo con gran intensidad. Me subí tan alto que la caída fue brutal, y se me quitaron las ganas de volver a enamorarme.
Durante mucho tiempo he seguido con mi vida, y olvidado lo que sucedió esa fría tarde. Pero, pese a que me juré que nunca más me entregaría a ningún chico, ha vuelto a pasar. Hemos quedado para ver una película, después de varias semanas en las que no me terminaba de decidir. Las cosquillas no son las mismas que sentí aquella primera vez, aunque sé que él me gusta. No lo quiero tanto: no he conseguido amarlo con esa inocencia y pasión que tenía la primera vez que me enamoré.
Pensé que con el tiempo me olvidaría, pero ahora creo que no va a ser así. No voy a querer a nadie como lo quise, y no porque sea imposible volver a sentir la emoción de ese primer amor, sino porque ese día perdí un pedazo de mi corazón. Y ese pedazo se lo quedó él. Ahora, los novecientos noventa y nueve pedazos restantes se aprietan con fuerza, temiendo volver a romperse.
Canción: 999 de María Parrado.