Silvina Brizuela
Verde Nostalgia
El despertador sonó, como siempre, a las cinco de la mañana. Me quedé en la cama hasta las cinco y diez, remoloneando, haciendo una lista imaginaria de los pendientes del día: ir a la verdulería, pasar a buscar la bicicleta por el taller del Turco, tomarme unos mates con mamá. Me levanté y caminé directo al baño y seguí con mi lista mental mientras evacuaba mis intestinos y el agua de la ducha empezaba a calentarse. La rutina de todas las mañanas, una tras otra, día tras día, sin interferencias ni sobresaltos. Una vida aburrida, lo reconozco. Es que cambió tanto en estos últimos años. Ya no disfruto de las salidas con amigos, ni me planteo buscar una pareja nueva. Desde que María me dejó, me conformo con poco.
Finalmente, asomé la punta de mi pie derecho bajo la regadera para verificar la temperatura del agua. Estaba tibia, en el punto justo de temperatura, así que me metí sin más preámbulos bajo el chorro. Cerré los ojos y dejé que aquel líquido tibio mojara mi cara, mi escueto cabello, el torso, la espalda, mi abultada panza de cincuentón. El sabor de la nostalgia me llena la boca de amargura. Sí, la verdad que me imaginé una vida distinta, esperaba envejecer y volverme un viejo pelado, alegre y panzón, que hace asados todos los domingos, con la mujer amada a su lado, con hija y nietos corriendo alrededor. El destino tomó otro camino, es así, no tengo opción. Sobrevivo.
Me quedé un rato prolongado bajo mi tibia cascada personal hasta que por fin abrí los ojos, tomé la esponja y el jabón entre mis manos. Fue entonces cuando me di cuenta que el agua estaba teñida de verde, total y verdemente verde manzana, estrambótico, sicodélico. Me refregué los ojos con fuerzas, y volví a mirar, pero el agua seguía verde, como así también mi cuerpo, los azulejos del baño, la cortina de la ducha, mis pies. Entonces te llamé, Griselda, te llamé a gritos, y vos no contestaste. No estabas. Salí corriendo, extrañado, horrorizado, muerto de miedo. Me restregué el cuerpo con una toalla embebida en alcohol, pero no había caso, no salía. Me fui a la pileta de la cocina, abrí el grifo y un chorro de agua verde me salpicó la cara y la esperanza de que fuera solo una broma en la ducha. ¡Qué cagada hiciste, Griselda! chiquita de mi corazón. Pensé que ya habías terminado con esos juegos, bromas pesadas, chistes malos. Al principio me divertían, me hacían sentirte cerca, incluso los esperaba y disfrutaba con ganas. Pero ya estoy viejo para eso. Ahora prefiero verte y sentarme a charlar con vos ante la luz destellante de la chimenea, o encontrarte en el parque y caminar juntos alrededor de la fuente, como solíamos hacer cuando eras pequeñita. ¿Pero ésto? ¿teñirme de verde? ¿cómo iré a trabajar así? ¡Me van a cargar con que soy el Increíble Hulk! ¿Y cómo lo explicaré? “Perdonen señores, es que Griselda me jugó una broma pesada, y el agua de mi casa es toda verde manzana” ¡No me van a creer! Tendré que quedarme y ver cómo me saco este color de encima. Adiós a mi lista de pendientes del día. Adiós al mate con mamá. ¡Pobre vieja!, se muere si me ve así, y mucho más si le cuento que fuiste vos, Griseldita, bebita de papá. ¡Le da un ataque! Nomás te nombro y ya empieza a pucherear la vieja, que te extraña, que te quiere ver, abrazar, volver a jugar a las cartas con vos. Me desgarra el corazón, que ya hace un gran esfuerzo por seguir latiendo.
¡Pucha che, y yo que había pensado que sería un día tranquilo! Ya va a pasar, vos no te preocupés, Griseldita, yo mañana, cuando me saque el verde de encima, te voy a visitar y te llevo unas flores, unas rosas chiquitas y blanquitas, como te gustan a vos. Descansa, hijita, papá se encarga de arreglar este bochinche. Hasta mañana.