Universo paralelo
Alberto Hidalgo
Estaba en el hospital. Compartía habitación con un señor que, según le dijeron, acababa de morir justo antes que él. Los familiares del señor hablaban con él y veían la televisión.
Una enfermera le tomó el pulso, la tensión y la temperatura.
—Todo bien —dijo.
—¿Qué edad tengo? —preguntó.
—Noventa y dos, enhorabuena. No está nada mal.
Noventa y dos años, pensó.
Una semana después volvió a casa. Nadie lo había visitado en el hospital. Lo trasladaron en ambulancia, aunque él aseguraba que se veía con fuerzas suficientes como para ir en autobús. Incluso lo deseaba, ver el bullicio de las calles. Pero, dijo el doctor, por mucho que intentemos cambiar el destino no hay manera de hacerlo. Ha de ser así: en ambulancia a calle Salitre, 23.
Perdió el conocimiento en el trayecto a casa. Lo dejaron en el primer tramo de escaleras, caído, donde antes de abandonar el cuerpo inconsciente habían hecho todo lo posible por reanimarlo.
Pero despertó. Una hora después despertó y vio al vecino del 1º B entrar en su piso apresurado. Pudo subir luego hasta su apartamento.
El recibidor estaba oscuro. Solo una de las bombillas de la lámpara titilaba pendiente de fundirse. Una capa de polvo cubría la consola del aparador, el espejo reflejaba el rostro de un anciano al que escudriñó.
Ese era él.
No había nadie más en el apartamento. La nevera estaba vacía y en el fregadero vio dos platos sucios y un vaso. Los restos de comida eran recientes.
Todo sucedía así. Cuando llegaba alguien recién había abandonado el lugar. Perseguía a un fantasma. Si se acostaba la cama estaba caliente, a veces sudada, nunca se la encontró hecha aunque antes de irse del dormitorio siempre la dejaba perfecta. Si usaba el plato de ducha lo encontraba resbaladizo, la mampara cubierta de vaho, las toallas húmedas por no decir mojadas. Y estaba solo y no tenía a quién preguntarle por qué después de hacer la compra la nevera se vaciaba si estaba llena antes de ir, ni mucho menos qué asquerosidad era esa —que no podía evitar— de sacarse la comida ya masticada de la boca y de dejarla en el plato, donde adoptaba una forma apetitosa.
Pasaron veinte años y las lágrimas le asaltaron en la salita con el televisor puesto. Eran las cuatro de la madrugada y había una botella de ginebra en la mesa y en la teletienda demostraban cómo unos cuchillos recomponían los alimentos hasta dejarlos intactos. Luego amaneció y él llevaba un traje negro y una corbata también negra y fue al cementerio. Extrajeron un ataúd de un nicho y lo llevaron al tanatorio. Una mujer yacía detrás de un cristal con la cara de cera y el pelo blanco y él sufría como si fuera su madre, su esposa o su hermana, no lo sabía bien, le daban el pésame unos señores y unas señoras muy afectados, lo abrazaban y le aseguraban que no había habido otra igual, era lo que tenían que decir, era el destino, dijeron algunos a los que les preguntó si ellos habían conocido a aquella mujer que tanto se hacía de querer.
Él la amaba. No sabía por qué pero vio que la vida se derrumbaba sin aquella desconocida.
Después de que aquella mujer muriese en el hospital la reanimaron y también fue trasladada a casa en una ambulancia y la abandonaron inconsciente, esta vez en el suelo del salón.
Pero ella también despertó al rato. Luego vivieron juntos casi la vida entera.
Una mañana, él había restado ya cincuenta años, vio en un periódico que unos científicos mantenían la tesis de que, en un universo paralelo, el tiempo discurría al revés, de atrás hacia delante, y que en ese universo quizá se determinaría lo que en aquel llamaban destino.
El cuerpo se le vigorizaba con el paso del tiempo y las enfermedades se diluían. Su mujer y él se separaron. Conoció a sus padres, que le imitaban casi todas las manías y los tics. Copiaban sus costumbres, lo mandaron al colegio a que desaprendiera lo sabido, entonces tuvo amigos, muchos, se empequeñecía por momentos y se preparaba para terminar en el vientre de su madre, despojado de toda conciencia y volumen.