Una nueva vida
María Posada
Después de muchas horas en el coche, llegamos a nuestro destino. Estaba atardeciendo; la ciudad donde íbamos a vivir aparecía oscura, llena de torres tenebrosas que emanaban un humo negro.
—¿Qué es eso, papá? —pregunté.
—Son los altos hornos de las fábricas de hierro y acero.
Papá estaba tranquilo; ya había vivido allí más de un año, y entonces nos tocaba a nosotros acomodarnos y adaptarnos a ese lugar. Algo más tarde, alcanzamos el que sería nuestro barrio, una zona de bloques de cemento, con ocho o doce viviendas en cada uno. Bajamos las maletas de la baca del Dauphine y entramos por indicación suya en una de esas edificaciones. Subimos al que sería nuestro nuevo hogar, en el tercero a la derecha. No había ascensor; el piso, como él mismo había dicho, era básico, pero al mismo tiempo amplio. Tenía una cocina grande, un cuarto de baño moderno, tres dormitorios y un espacioso salón en él que se abría un balcón con vistas a una colina. Ese invierno tendríamos calefacción. Pero mamá ya no tendría que trabajar en el campo, ni ocuparse de las gallinas; no tendríamos perro ni gatos, frutales a los que subirnos, campos en los que correr, ni la finca de vegetación frondosa y tupidos arbustos en los que solíamos escondernos.
—¿É qué? —preguntó nuestro padre, esperando un “¡Guauuu!” que no llegó a escuchar.
—É moi bonito —aseveró nuestra madre. Aunque tampoco parecía muy convencida.
—Temos tendas e un supermercado ó lado da casa —continuó nuestro padre.
Nuestros días en Santurce (así se llamaba el municipio) fueron pasando. Recuerdo ir con mamá a buscar a mi hermano al colegio, al que tuvo que asistir cuando ya hacía tiempo que el curso había comenzado. El patio estaba lleno de escolares jugando, o más bien peleándose, entre ellos, tirando sus maletines por el aire. Entonces, vi a mi hermano salir de una masa bulliciosa de niños, polvoriento, pero ¡vivo! Me alegré mucho de verlo y de que a mi aún no me tocaba ir. Años más tarde, me reveló que, aunque había sido duro para el ir a nuevo colegio (donde no conocía a nadie), nunca se sintió maltratado y los profesores eran mucho mejores que los que habíamos tenido en Galicia.
Eran nuestras primeras navidades en Vizcaya; nuestro padre estaba contento en su trabajo y adaptado a Santurce. Seguía las noticias con avidez de aquella época de cambios en España, conflictos laborales y el famoso proceso de Burgos.
Nuestra abuela paterna fue para quedarse a vivir con nosotros. Un día salí con ella a hacer las compras. Fuimos al supermercado, y después a otras tiendas que estaban en otra zona. Me solté de su mano y me separé de ella para ver de cerca unas jarras de caramelos; ya no la volví a ver. Di vueltas por la calle, buscándola, pero no la pude encontrar, ni tampoco supe regresar al sitio donde la había perdido. Vagué por las calles, hasta que llegué al supermercado donde solíamos hacer la compra y de ahí encontré el camino a casa. Mamá se sorprendió mucho al verme llegar sola. Yo le expliqué que había perdido a la abuela. Ella me dijo que no me preocupase, que sabía cómo regresar al piso. Pasaron las horas; mi hermano ya había vuelto del colegio y papá del trabajo, pero ni rastro de la abuela. Él iba salir en su busca cuando llamaron al timbre de la puerta: era ella, agotada y cabizbaja.
—Perdín a nena —dijo.
—A nena xa chegou ela sola, fai moito tempo —le respondió secamente mamá, que casi nunca se atrevía a replicar a su suegra.
Vivió unos meses con nosotros, pero no le gustó Santurce; echaba de menos su casa, sus campos, su finca, y pronto cogió el tren de regreso a Vigo.
Mamá me había enseñado a leer valiéndose de un viejo Palau, y había pensado inscribirme en el colegio al que iba mi hermano. Entonces, las cosas empezaron a ir mal en la empresa donde trabajaba nuestro padre. Nuestra nueva vida se terminó, y tuvimos que volver a Galicia.