Una cita de diez
Álvaro Rubio
No es ningún misterio si digo que nuestra madre es la mejor madre del mundo mundial pero, si además añado que la mía es la más moderna, actual y vanguardista, seguro que cientos de millones de madres abandonarían la lista sin paliativos. Y, si cuento que es capaz de mutar a diario para convertirse en una niña jovial y traviesa, obligándote con su actitud a que la imites, seguro que automáticamente escala al top-ten del universo.
Os describiré una anécdota de cuando era niño. Me cuentan (porque yo ni siquiera lo recuerdo) que, cuando tenía algo más de tres años ya hablaba con claridad meridiana y con cierta gracia, esa facultad inducía en los adultos a que me planteasen infinidad de cuestiones. En una ocasión, alguien me preguntó:
—¿Cuánto quieres a mamá?
Mi respuesta los dejó sorprendidos a todos, menos a ella. Cuenta (mi madre) que la miré con cariño infinito y le respondí sonriente:
—¡Un disparate!
En las ocasiones en que me lo ha relatado, que han sido varias, dice que, ante mi respuesta, ella se puso en cuclillas y abrió sus brazos. Al descubrirla, corrí como una exhalación a fundirme en un abrazo inmenso. Ese cariño que nos profesamos, en esa escena, hoy sigue inmarcesible.
De las innumerables actividades que nos unen, la literatura se lleva la palma. Aunque la música es otra pasión frecuentada. Ella es apasionada de Pérez Galdós y de José Luis Perales, y yo soy más de Ruiz Zafón y fan de Manolo García. Desde hace unos años tenemos un pacto: todos los días hablamos por teléfono a las diez de la mañana. Esa llamada nos da energía y complicidad para afrontar el día con entusiasmo.
En fechas señaladas, la obsequio con una carta. Nos apasiona el género epistolar. El principio siempre es el mismo: «Mi querida Mamá». La despedida tampoco varía: «Gracias por ser tan guay». En medio de esas dos frases míticas, intercalo palabras, frases y párrafos contando cómo y cuánto me hace sentir. Cuando voy camino al buzón, visualizo a mi progenitora con la alegría rezumando por cada poro de su piel al descubrirla, y disfruto, y me apasiono, hasta el infinito y más allá.
Un día, tras haber terminado nuestra charleta diaria, me comentó que al día siguiente iba con el club de lectura a visitar el castillo de Belmonte. Me explicó que no le apetecía mucho, que se había presentado uno de esos pálpitos extraños que la frecuentaban, pero que iba su amiga Teresa, y no pretendía dejarla sola. La animé, y enseguida estaba subidita en la nube de la alegría.
—Voy con la condición de mantener nuestra cita telefónica.
—Obvio que sí —respondí.
—¡Entonces, trato hecho!
Luego, con ironía le advertí:
—Prepárate: la última carta que te he escrito te va a dejar muda.
Su respuesta fue:
—Temblando me tienes. Seguro que esta noche la paso en vela.
Al despedirse, para dejarme con la miel en los labios, me confesó que había acabado de cambiarme el apelativo. Una manía suya de bautizarme con el nombre de algún personaje aparecido en alguna novela. Aunque insistí en que me lo revelase, no hubo manera.
A las diez de la mañana hice mi correspondiente llamada. No tuve respuesta. Cinco minutos más tarde, volví a marcar. Tampoco. Me distraje en el trabajo pensando que, con el ajetreo del viaje al castillo de Belmonte, se le había ido el santo al cielo.
A las diez y media, recibí un wasap escueto de su amiga Teresa: «Hemos tenido un accidente, ven lo antes posible. Estamos en el Hospital de Villarrobledo».
Dos horas más tarde, encontré a mi madre en la cama, con una pierna escayolada y un brazo a cabestrillo. Su mayor preocupación, cuando le di un beso y me tranquilicé, era haber perdido el móvil en el accidente.
Horas más tarde, supe que la guardia civil había llevado al autobús siniestrado a un aparcamiento cercano. Me identifiqué. Subí al maltrecho bus. Marqué su número, y debajo de un asiento, de la parte central, se inició la melodía de Pájaros de barro; me aproximé, busqué la procedencia. En la pantalla de un móvil y sobrecogido por la voz de Manolo García, leí: «Mi Cyrano».