Un cumpleaños inolvidable

Silvina Brizuela

Muy temprano en la madrugada, Angélica salió de su habitación sigilosamente. Vestía ropa térmica y botas impermeables. Pasó por el comedor, llenó su termo con café caliente, tomó una hogaza de pan, una botella de agua, cargó todo en su mochila y salió en dirección al camino principal. Al abrir la puerta, un viento helado casi la hace arrepentirse de sus planes.

La temperatura de aquella mañana de julio era muy baja, como los días anteriores. Se presagiaba una pronta nevada. Las botas de Angélica producían un sonido crepitante al pisar el pasto escarchado. Debían ser las 6,30, calculó ella. Caminó por varias horas, se desvió por senderos apenas marcados en la tierra; luego, siguiendo el rastro de animales que pastoreaban por la zona. Cada tanto detenía su recorrido para tomar un poco de café y pellizcar el pan, momentos en que aprovechaba para admirar la salida del sol, los colores cálidos del alba, las gotas de agua que pendían de los árboles bajo un cielo totalmente limpio y celeste. 

Angélica calculó que era cerca del mediodía cuando divisó un hilo de humo elevándose por atrás de un pequeño cerro delante suyo. Ya estaba cerca. Cruzó un estrecho arroyo, una hilera de piedras blancas y pronto estuvo frente a la tranquera del rancho de donde salía el hilo de humo. A un costado, dos perros descansaban bajo el sol. 

Tocó una pequeña campana oxidada y esperó. Ya había visitado otras veces a la anciana Miguelina y sabía que ella se tomaba su tiempo para recibir a alguien. Se sentó en el piso, apoyó su espalda contra una piedra y ahí quedó, pensativa. Ese mismo día era su cumpleaños número cuarenta y desde hacía varios meses Angélica se sentía deprimida, muy triste, no lograba encontrar la razón. Le gustaba su trabajo en la minera, aunque éste le requería vivir en un contenedor a cuatro mil quinientos metros sobre el nivel del mar y lejos de su familia. Realmente, no sabía el porqué de aquel gran vacío, falta de energía, y pocas ganas de vivir. Confiaba que Miguelina la ayudaría.

Una rama de árbol golpeando sus botas la despertó de su improvisada siesta. Miguelina estaba justo frente suyo. Con la misma rama le indicó que la siguiera. Angélica pegó un salto y así lo hizo. En minutos estaba sentada adentro del rancho, Miguelina le alcanzaba un tazón de sopa caliente y le hacía un gesto para que bebiera. Mientras lo hacía, la anciana tomó un cuenco humeante lleno de ramas, con fuerte olor a palo santo, lavanda y romero. Empezó a pasarlo alrededor de Angélica, desde los pies hasta la cabeza, murmurando palabras y oraciones. El rancho se llenó de humo y de aquellos perfumes mezclados.

Pasaron varios minutos, Angélica ya había terminado la sopa cuando la anciana acercó una silla y se sentó de frente. La miró unos minutos con sus ojos vidriosos, su frente arrugada, su piel gastada. Angélica calculaba que tendría más de ochenta años.

Finalmente, Miguelina habló:

  • Se te cayó el espíritu hija.
  • ¿Cómo?
  • Eso, que se te cayó el espíritu. Búscalo, debe andar perdido por ahí – Le contestó de manera pausada.
  • ¡Pero, no sé cómo hacerlo!
  • Ya lo sabrás… busca adentro tuyo… – murmuró Miguelina mientras caminaba hacia la puerta y la invitaba a salir.

Una ventisca fría y ruidosa la esperaba afuera. Angélica se sentía desconcertada. Quiso saber más, preguntarle mil cosas. Pero no debía insistir, además era hora de volver, no quería andar de noche por aquellos caminos desdibujados de los cerros. Ajustó su campera, la mochila a sus espaldas y emprendió el regreso. 

Las palabras de Miguelina la acompañaron todo el camino. Pensaba en su “espíritu caído, perdido”, y no entendía lo que significaba, ¿a qué se refería? Revisó todo: su trabajo, el estar lejos de la familia; un viejo amor que le rompió el corazón; una amiga enferma que hacía meses no veía; un viaje pendiente de concretar; el cuadro que nunca terminó de pintar. Tuvo tiempo para repasar su vida entera, pasado y presente. Se dio cuenta que había postergado todas aquellas cosas que realmente quería hacer, ella solo hacía lo que debía.

El aire frío le raía la cara, el sol se escondía tras los cerros. Aún faltaba mucha distancia por recorrer, pero no estaba cansada, más bien se sentía llena de energía y ánimo para seguir sin parar.

Al llegar al camino principal, el viento se detuvo. La noche había caído y una blanca luna llena, que parecía estar apoyada sobre los cerros, iluminaba sus pasos. Unos copos brillantes empezaron a caer del cielo, nevaba. A Angélica le pareció levitar, embriagada por aquel paisaje casi sobrenatural, sintiendo que aquella noche inolvidable, empezaba una procesión hacia su espíritu caído.