LeMo
Tragicomedia
A medida que la hora de Braulio avanzaba hacia su muerte (agarrado de la mano del verdugo), no podía evitar pensar que podía haberlo impedido. Entonces, dedicó esos momentos previos de preparación a martirizarse con elucubraciones sobre la manera de haberlo realizado.
Aquella noche clara anunciaba un presagio oscuro del que tenía que haber sospechado que todo iba a torcerse. Eran las siete de la tarde; al volver a casa después de una larga jornada de trabajo con las ovejas, le gustaba llegar, asearse y sentarse ante la mesa puesta, pero Aurora no había llegado aún.
No era muy común encontrar la casa vacía; ella sabía que a Braulio no le gustaba salirse de la alocada rutina que había instaurado en el seno de su familia de dos. Llevaban años de estar intentando procrear para acabar con el silencio atronador que llenaba el día a día sus conversaciones monótonas. Pero, a decir verdad, la concepción vía el Santo Espíritu no podía funcionar, y él lo sabía. Aurora se quejaba de dolores de cabeza y siempre estaba cansada. Escogió por este motivo a Rosa, una de las ovejas que, por su avanzada edad, ya no daba leche. Braulio le otorgó una nueva labor. Era eso, o la sacrificaba: no podía permitirse el lujo de tener un animal inútil. Se quedó satisfecho con la función que le dio. Rosita no parecía quejarse y hasta le cogió cariño, algo que Aurora no acababa de entender… hasta que, un precioso día de lluvia, lo encontró escondido en el redil con los pantalones medio bajados, reemplazando al carnero en todo su esplendor.
A partir de entonces, los dolores de cabeza de Aurora ya no se producían por el asco que le daba el olor que su sucio marido llevaba a la alcoba: estos iban y venían constantemente hasta fuera del cuarto. Braulio empezó a preocuparse por la salud de su esposa y decidió llevarla a ver al curandero del pueblo; ella rechistó, pero la forzó a subir a la carroza y asumió sus gritos sordos.
El curandero era un joven apuesto, que venía de la gran ciudad, donde había aprendido su oficio. Sus marcados hombros y sus grandes manos hacían pensar que se trataba de un hombre del norte, robusto, con piel clara y con ojos de color añil.
Tuvieron que esperar a que su turno llegara, puesto que no eran los únicos que habían acudido en su ayuda (en especial, mujeres). Al parecer, por sus conversaciones, no era la primera vez que iban. Braulio las encontraba especialmente acicaladas; le resultó extraño que no hubieran ido acompañadas de sus maridos.
El curandero recibía al enfermo a solas, lo cual a Braulio no le agradó, pero de nada le sirvió estar en desacuerdo.
Algo cambió cuando Aurora quiso volver semanalmente a la consulta; también se dio cuenta de que, cada vez que iba, volvía más y más feliz, pero era tan incauto que no veía más lejos de su nariz.
Un día decidió hacerle una visita por su propia cuenta y volvió a casa cambiado, alegre, e incluso pasó de asearse de una vez al mes a hacerlo a diario. Aurora no entendía este repentino cambio, puesto que Braulio acudía a hurtadillas al curandero y empezó así a interesarse de nuevo por su marido. Al cabo de un mes, quedó embarazada.
La noche en que Aurora dio a luz, no fue luz lo que dio, sino sombra, la sombra que hundió a Braulio al ver que su hijo y el curandero eran como dos gotas de agua. Atando cabos, comprendió que, por la misma razón que él iba al curandero, su mujer y todas las del pueblo lo hacían.
Y fue en ese instante cuando el campesino perdió la cordura y visitó al médico.
—¡Pensaba que lo nuestro era especial! —le gritó Braulio al entrar por el quicio de la puerta.
—Y eres especial; lo que pasa es que lo sois todos. Necesitabais que os curaran y lo he hecho. ¿No eres feliz?
—Sí, pero… quería ser el único y, si no lo puedo ser… —Braulio levantó el cuchillo jamonero, y se lo clavó en el corazón—… ahora tú también lo tendrás roto como yo.