Soy diferente ¡y qué!

Leire Mogrobejo

Nos mudamos a Pasadena el año pasado. Al principio, fue duro ser el nuevo que llegó a mitad de curso. Soy un muerto viviente de catorce años, y esta es la historia de mi llegada a Los Ángeles.

 

Mi padre me dejó en la puerta del Instituto. Desde el primer momento en el que posé los pies fuera del coche, percibí un batallón de ojos disparando en mi dirección. Una vez atravesado el patio y estando a cubierto en el hall de entrada, el chequeo visual con sus escáneres virtuales me siguió hasta la puerta de la secretaría.

 

   —Hola, buenos días, soy Manuel Louleiro.

   —Hola Manuel, te estaba esperando. ¿Nervioso?

   —¡Muerto de miedo! Todo el mundo hace acrobacias para observarme, y no sé por qué.

   —No te preocupes, Erika va a hacer un recorrido contigo por todo el edificio. Luego irás con ella a clase.

   —Buenos días, señorita Baquero —saludó la chica más preciosa y dulce que había visto en mi vida.

   —¡Erika! Te presento a Manuel. Como ya te expliqué el viernes, es nuevo, y quiero que seas su binomio.

Erika me miró con una gran sonrisa.

   —Bienvenido, Manuel, sígueme. Te explicaré dónde están todas las aulas, el comedor, los aseos y todos los rincones secretos.

Durante la visita no solté palabra: estaba hechizado mientras me hablaba.

Cuando acabamos la visita, entramos en nuestra clase. Otra vez me miraban todos de arriba abajo.

 

   —¡Buenos días a todos! Este es Manuel; démosle la bienvenida como se merece.

Siéntate al lado de Erika: hay una mesa libre.

Erika se sentó a lado de la ventana. Los rayos del sol atravesaban su cabello rubio haciéndolo brillar. Seguía, con el rabo del ojo, cada movimiento que hacía. Eran de una delicadeza incontestable. Yo, en cambio, soy un verdadero desastre. Mis movimientos son incoordinados. Cuando quiero coger un bolígrafo para escribir, tengo que hacer un movimiento brusco del hombro para que mi mano reaccione.

Tengo que concentrarme en cada movimiento que hago para que no se note mucho que soy diferente.

Pasaron unas semanas, y Erika se volvió mi mejor amiga. Éramos inseparables, pero yo quería algo más.

Un día me armé de coraje.

   —Erika, tengo que hacerte una pregunta.

   —Yo también.

   —Tú primero.

   —Bueno, ¿por qué tus ojos son completamente negros? No tienes el blanco del ojo.

   —No sé, quizás sea de familia.

   —Y, cuando andas, ¿por qué parece que mueves todo tu cuerpo como si no pudieras controlarlo?

   —Ah, eso es porque nací así. Siempre he sido muy lento; de hecho, me llamaban “El Perezoso” en el otro instituto, como el animal.

Erika se echó a reír.

   —¡Es verdad! ¿Y por qué tienes ese color de piel grisáceo?

   —Eso es porque tengo anemia, ¿te has dado cuenta de que me gusta la carne cruda? Tiene mucho hierro.

   —A mí también, pero me gusta añadir algún condimento que otro. ¿Qué querías preguntarme, Manuel?

   —Eh… mira eh… es que… me preguntaba… ¿quieres salir conmigo?

Erika me miró fijamente a los ojos con cariño, me tocó los tres pelos que tenía en el cogote, y me besó lentamente (lo cual me venía bien debido a mi problema de apertura de boca: la tengo torcida). Fue el beso más largo de toda la historia.

Llegamos al Instituto agarrados de la mano. Todos nuestros compañeros fueron a nuestro encuentro, y empezaron con el interrogatorio: ¿Quién le ha pedido a quién? ¿Cuándo vamos a decírselo a nuestros padres? También estaban los elogios y felicitaciones, pero solo me felicitaban a mí.

 

La noche de Halloween llegó. Era la fiesta más importante del año para nuestra familia. Era el único día en el que la gente no nos miraba mal, y en general estaban impresionados con nuestra imagen.

De pequeño, solía volver a casa con la calavera llena de gominolas y chocolatinas. Una vez, gané un concurso de disfraces en el que no estaba inscrito.

Eran las ocho y cuarto de la noche,  e iba tarde; decidí saltar por la ventana para ganar unos minutos. El aterrizaje fue más que forzoso: se cayó mi brazo al suelo. Menos mal que mi madre me había enseñado cómo volver a colocarlo cuando era pequeño: me pasa a menudo.

Cuando llegué a la iglesia, allí estaban todos disfrazados, Erika se parecía a mi prima Alexia, y los demás tenían un aire familiar. Un sentimiento de felicidad  recorrió todo mi cuerpo: por fin me sentía en familia.