Seguir sin corazón
Ana Efigenia
Más allá de la cordura, quizás al otro lado de la razón, o en lo alto de la cima de la divinidad… esté mi corazón fugado.
Sí, decidió dejarme desamparada y, sin pensárselo, desertó de la vida. Cesó sus movimientos sin más, ignorando que, sin estos, no podría seguir existiendo.
Empezaron a presionarme: duro y de forma constante. Algunas veces sentía un descanso en el que mi corazón dejaba de bombear sangre impulsada por los embistes. Ahí creía respirar, pero no, era justo todo lo contrario; sufría parada cardiorrespiratoria. Recuerdo el frío que invadió mi cuerpo, y la sensación de volatilidad que me embargó. Sentía un bienestar total que me impedía aceptar la realidad en la que estaba sumida. Presumí por unos instantes de conocer la paz absoluta, hasta que unos nuevos ataques desmesurados sobre mi torso, me secuestraron de aquel sueño. Movimientos rápidos, sacudidas desenfrenadas y un trasiego automático, me devolvieron de nuevo a esta cruel vida.
Tac tac, tac tac, tac tac… Desperté con una melodía que me retenía dentro de mi cuerpo. Descubrí que un pequeño generador de impulsos ralentizaba la actividad eléctrica de mi corazón y marcaba el compás de mi existencia. Aquel pequeño chisme que abultaba mi piel por encima de mi seno izquierdo, era la razón por la que aún continuaba sintiendo dolor. Cerré los ojos y recordé…
Rin rin, rin rin… Miré mi teléfono al descubrir que se iluminaba la pantalla. La imagen del rostro de mi hija la ocupaba en su totalidad. Figuraba la sonrisa más bella que había visto nunca y por eso amaba observar esa fotografía que tanto decía de ella. Recuerdo el día que me la instaló en el móvil para cuando recibiera sus llamadas, había venido a despedirse porque se iba a uno de esos viajes que la motivaban. Era una vividora incansable, curiosa y extrovertida. Cargaba la mochila solo con lo necesario y andaba por el mundo como de prestado. Amaba saborear todos los momentos del día: el amanecer, el atardecer, la noche estrellada, la noche nublada, la madrugada, el mediodía… Y también amaba disfrutar de la soledad. Era algo que como madre no entendía, o no quería entender. La preocupación me nublaba la serenidad y me hacía incomodarla con mis advertencias, pero nunca se molestó más de lo debido, sabía que no podía evitar el desasosiego que sentía hasta que no la tenía de vuelta. Las esperas siempre se me hicieron largas, aunque amenizadas por las imágenes que me enviaba de todos los rincones a los que llegaba. El sonido de las notificaciones era el mejor ruido que podía escuchar durante el día, yo también amaba vivir la vida a través de la suya.
Aceleré los pasos para alcanzar a escuchar la voz de mi niña a través del teléfono. No supe por qué, pero había pasado la mañana con un cosquilleo desagradable en el estómago, que me hizo sofocarme en más de una ocasión, y que justo se intensificó al descolgar la llamada.
—Hola, amor —Se me aceleró el corazón antes de haber escuchado su voz.
—Buenos días, ¿es usted la madre de Roma? —Dejé de respirar y no pude contestar—. ¡Hola…! —Tras unos eternos segundos volví a escuchar la voz ronca que había pronunciado el nombre de mi hija. Tragué saliva y me atraganté con esta. Tosí durante unos minutos, mientras que la voz esperaba al otro lado de la línea.
—Sí —logré decir.
—Le habla el comandante Aguirre, de la policía de Nuevo México, siento tener que ponerme en contacto con usted para darle una mala noticia. ¿Está usted sola? —Una especie de neblina desfiguró mi visión, sentí el corazón muy acelerado y un dolor intenso en el pecho.
—Sí —volví a contestar.
—¿No tiene usted cerca a alguien que la pueda acompañar?
—No, dígame que pasa —dije en un susurro. La intranquilidad agudizaba el dolor.
—Siéntese señora, haga usted el favor —Miré hacia el banco que tenía cerca del teléfono, y sumisa cumplí su orden —. ¿Se ha sentado usted?
—Sí.
—Esta madrugada hemos encontrado el cuerpo de su hija. Lo siento, falleció ayer en un accidente de globo aerostático en Alburquerque…