Rosas azules
Iñaki Rangil
Como cada día, voy colgado desde la plataforma de la trasera del camión esperando la siguiente parada. Cargamos y continuamos hasta llenarlo. Después de descargarlo, otra ruta con la misma tarea.
Ahí la veo aparecer, como lo hace a diario, para acudir a su despacho en el ayuntamiento. Esa mañana está más guapa, si cabe. He sido precavido y me he adelantado dejando los objetos para que ella se los encuentre donde siempre se los dejo desde el siguiente día que la vi por primera vez.
Entonces, no pierdo detalle, pues viene el momento en que, sin mirarme, me dirigirá su sonrisa. Yo sé que es para mí, pero ella ignora quién la recibirá. Como en cada lance, sin variar, libera del poste la nota con la rosa azul. Mira a ambos lados con una exclamación en sus labios. El brillo de sus ojos sigue cualquier ruido que le llame la atención. Mientras tanto, desde mi atalaya observo cada gesto. Su rostro refleja ilusión ante esa búsqueda de respuesta a la pregunta que todos los días se hace, esa a la que yo tengo contestación, pero me afano en guardar en el misterio. Su radiante sonrisa me regala una alegría intangible. Cuando se aleja, aviso al conductor para seguir la ruta.
Cada jornada se repite de nuevo. Así es desde hace dos meses que la vi por primera vez. En ocasiones se encuentra dos rosas en lugar de una. Sucede igual cada víspera de mi fiesta. En la nota también le aclaro que es para compensar la ausencia en espera a la siguiente. Respetando el secreto, dosifico las sutiles pistas que le permitan, pronto, despejar la incertidumbre que la devora. De ese modo transcurren las jornadas.
Hoy, por fin, va a ser el día. Ayer se lo anunciaba con palabras escritas en el papel que acompaña la flor del amor inalcanzable. La misma expectación nos embarga a ambos, estoy seguro. No he dejado nada en el poste. Soy yo en persona quien le obsequiaré la rosa azul del día. He concertado con el chófer cómo iba a realizar la entrega; cuando le dé el aviso, tiene que aminorar la marcha, “como si fuésemos andando”, le digo. Después, volveré a indicarle para acelerar continuando el itinerario habitual.
Estoy muy ilusionado con la sola idea de desenmascarar toda esa pantomima que llevamos haciendo desde que la conocí. Ya no hay marcha atrás, sea cual sea el resultado. Tengo mucha esperanza porque su cara es muy transparente, y así me lo hace creer. Ella es inteligente, de sobra, yo tonto no soy. Habrá quien no le haga gracia, pero todo eso no debe influir, la superficialidad debe quedar a un lado. Que sea realmente lo trascendente del amor quien guie los caminos. No las llevo todas conmigo, ¿cómo un simple basurero puede ser correspondido por la persona más influyente de la ciudad?
Desde la esquina la veo salir del portal. En esta ocasión, antes de continuar, la veo cómo mira a todos los lados; luego continúa hacia el poste, aunque ya ha visto que no hay nada. No demuestra sorpresa, signo claro de que lo esperaba. Entonces es cuando doy el aviso para que la marcha del vehículo sea muy lenta. Al mismo tiempo, ella continúa su trayecto habitual, aproximándose al camión… a mí. Cada segundo que transcurre está más cerca.
Cuando se encuentra apenas a unos diez metros, sujetándome bien con las manos, me asomo más de medio cuerpo fuera del camión, sobre la plataforma. Entre los dientes sujeto la rosa azul que le entregaré justo a su paso junto a nosotros. Así hago cuando está a la distancia de mi mano, con la que cojo la flor y la extiendo hasta ella. La recibe gustosa. Lo refleja su rostro con una gran sonrisa.
Se le nota asombro, pero sin que ello dé pie a una mala interpretación, contenta. Antes de que nos distanciemos, se besa la palma de la mano y la sopla en mi dirección lanzándome su beso; luego agita esa misma mano despidiéndonos.
“¡Hasta mañana!”, grita según nos alejamos mostrándome orgullosa su rosa azul.
¿Parece una clara promesa de futuro? Yo la esperanza la mantendré siempre.