Mafalda
Leire Mogrobejo
La casa está revuelta por todas las esquinas; es difícil ver algo en su sitio. Podemos observar salpicaduras de sangre en varias paredes de distintos huecos, mezcladas con manchas de huellas de mascota del mismo color. Llegamos a la cocina, donde encontramos tendida en el suelo a una abuelita que no se mueve. Presenta inequívocamente toda la apariencia de un cadáver. Afirmación reforzada si consideramos que se encuentra sobre un gran charco de sangre que ha manado de varias heridas producidas en su torso. Una de estas todavía mantiene el cuchillo que las ha ocasionado.
En esta misma estancia, sobre la mesa, dentro de la jaula se encuentra un canario, Piolín. Revolotea muy agitado, nervioso. Él también está tintado, en gran parte de sus plumas amarillas, de un encarnado irrigado.
Alguien falta en la casa; no se lo ve por ningún lado. Sin embargo, hay reguero de su tránsito por casi todas las estancias. Ha esparcido sus huellas con sangre. Es el tercer miembro de esta familia; se trata de Silvestre, otra mascota: un gato.
Han tardado un tiempo pero, por fin, acuden los servicios de emergencia avisados por algún vecino. La policía bloquea todos los accesos para evitar contaminar la zona. Enseguida se hacen cargo de la situación; comienza la investigación por ese cruento asesinato.
Cerca del lugar, escondido en un callejón se encuentra el minino. Está muy alterado, irritado, confuso, incluso atemorizado. No se atreve a moverse del sitio para que no descubran dónde está. Si lo pudiéramos observar de cuerpo entero, nos daríamos cuenta de que su color negro y blanco se encontraría tamizado con un rojo brillante, pero sucio de todo lo que ha bregado hasta llegar a ese lugar.
Mientras tanto, las pesquisas van obteniendo sus frutos. Piolín, entre cantos, ha dado la descripción del compañero de residencia, pues parece que todo apunta a su autoría. El portavoz de la policía así se lo ha hecho saber a los medios de comunicación; además les muestra una fotografía suya que habían recogido del aparador. Al parecer, la última vez que Silvestre agarró al pajarito, la abuela le habría dado una “tunda” fuera de lo común. Este, después, en venganza bien meditada, habría actuado a sangre fría. Toda la prensa, radio y televisión se hacen eco de la noticia que divulgan su retrato con el titular: “Silvestre, el gato asesino”, añadiendo una nota a pie de foto que dice: “Si sabe algo de este peligroso animal, hágaselo saber a la policía”.
Las informaciones comienzan a circular de un lugar a otro; se acompañan de testimonios de distintos testigos que lo han visto por ahí. El devenir hace que, por fin, lo localicen en el callejón que se había ocultado, del que no se atrevía a salir por temor. Lo acorralan, lo increpan para que salga. La desesperación hace que acceda, se presenta con el rabo entre las patas, con la cabeza en pose de humillación, derrotado.
─Decir perdón parece la palabra más fácil, pero no te va a valer. Eres culpable y lo vas a pagar ─le anuncia el jefe de la policía a Silvestre.
─Les juro que yo no he sido. Me marché porque me asusté cuando la vi en el suelo; no se movía, ¡estaba muerta! Me escondí aquí hasta ahora que me habéis detenido.
La noticia corrió por toda la población a una velocidad superior a la luz. Habían apresado al desalmado que había matado a la pobre abuelita. Iba a ir a la cárcel sin remisión; todas las pruebas así lo atestiguaban. Había causa, oportunidad y medios. El minino se iba a pasar una buena temporada a la sombra entre rejas.
Muy cerca discurría otro pensamiento que expresaba su alegría, aunque esta era por otros motivos muy distintos. Eran los de Piolín. “¿Se habría creído este lindo gatito que me iba a seguir amargando la existencia? ¡Pues iba dado! Me he cargado dos pájaros de un solo tiro. Creo que la abuelita ya estaba muy senil; se había empeñado en que me tenía que comer esa apestosa comida de Silvestre”. A partir de ahora viviría en una casa sin gato, sin más trastadas, a disfrutar de la vida.