Piero della Francesca

Elena Cobos

Piero della Francesca aceptó a regañadientes la solicitud de Federico da Montefeltro, Duque de Urbino. Urbino estaba demasiado al norte, y las horas con luz serían pocas. Además, se enfrentaría al frío y humedad, a los que había llegado a temer tanto como a la enfermedad. A sus cincuenta y cuatro años, las inclemencias del tiempo se hacían sentir más de lo deseado. Pero la fama de mecenas de Federico III, la libertad que daba a sus artistas y las cuantiosas remuneraciones doblegaron su voluntad.

 

A mediados de 1469, Piero se encontraba en el monumental patio del Palacio Ducal de Urbino y, para su sorpresa, el mismo duque Federico bajó al atrio para recibirlo. Avanzó hacia él, y lo saludó cordial y afablemente. Piero comprendió, en ese mismo momento, que el retrato del duque sería una obra complicada y ardua. Su nariz estaba deformada y su ojo derecho, vacío. Más tarde sabría que eran consecuencia de un lanzazo recibido en batalla.  

 

Tras haberse instalado en la habitación y haber descansado,  Piero conoció a Battista Sforza, la esposa de Federico. Battista tenía 26 años, una frente despejada y una piel blanca como las perlas cultivadas. Participaba de una educación cultivada y tenía una sensibilidad extraordinaria. Conocía el griego y el latín, había leído a los clásicos, y no era menor su conocimiento de la política y de la actualidad. Procuraba a sus hijas una educación amplia, esmerada y humanista. 

 

Piero supo, desde el primer momento, que se había enamorado de Battista. Sus gestos, su mirada, su manera de andar y de decir transformaron al viejo pintor y matemático en un adolescente. El miedo a descubrir sus sentimientos lo recluyó en su estudio, y se dedicó en cuerpo y alma al trabajo, pues el matrimonio que con tanto afecto y consideración lo recogía tenía un entendimiento y enamoramiento que él no podía empañar, pues por todos era conocido que eran “dos almas en un cuerpo”.

 

La única licencia que se permitía era  dibujar, ya acabado el día, el rostro de la joven Battista una y otra vez. Cuando, tras el parto de su hijo, la joven enfermó, esta fue palideciendo, y las huellas del padecimiento asomaron en su rostro. Piero dibujaba  cada noche el bello rostro y se recreaba en las tantas y diferentes versiones de la amada, pintadas unas veces como un simple esbozo o retratada con la mayor penetración y sutileza. Llegó a conocer el rostro de Battista a la perfección.

 

Cuando en julio de 1472 su esposa murió, Federico, roto de dolor, le pidió a Piero della Francesca que dejara el fresco que estaba realizando y que pintara un retrato de su mujer. Se lamentaba de que no hubiera posado en vida y de no haber podido recurrir sino al recuerdo para pintarla, desconociendo la ocupación que durante meses el artista había tenido en la penumbra de su aposento. 

 

Della Francesca se enfrentó así al encargo más difícil de su vida: reflejar el amor que su venerada Battista le profesaba a su marido y cómo este le correspondía. Tras muchos bocetos y estudios, realizó el encargo de una manera novedosa en la pintura italiana del momento: colocó las dos figuras frente a frente. Consiguió, de esta manera, ocultar las deformaciones del rostro del duque, pues pensaba que alguien que había sido amado con fruición por aquel ángel debía de ser bello. Entonces, unió con la mirada a  las dos almas enamoradas. Probablemente, sus manos estarían entrelazadas más allá del lienzo.

 

Una vez acabada la obra, Piero della Francesca abandonó Urbino. Poco sabemos de su vida privada y menos aún de sus sentimientos, pero hay quien reconoce a la bella y difunta duquesa en los modelos femeninos que pintó a partir de ese momento.