Para caer en un abismo no se necesita salir de casa
Sandy Manrique
Felicidad supo que se le habían acabado las lágrimas. Lo supo cuando el dolor seguía ahí, se mesaba los cabellos, escondía la cara entre sus manos, se balanceaba, pero los lagrimales ya no le funcionaban. Estaba desierta.
El abismo se la había tragado, gozoso, como si extirpando el dolor hubiera hecho una contribución al mundo. En el trance, Felicidad no se enteraba de lo que pasaba afuera del cuarto de su hija. A sus oídos le llegan el frufrú de sus traumas, apilados hasta llegar al que se quedó imposibilitada para moverse.
Este día de marzo, quizá julio, la lluvia juega, tamborilea en las molduras de las ventanas. Las aves despiertan en esta mañana de noche cerrada. El viento juega turnos con los pajarillos. Si Felicidad abriese la ventana se daría cuenta que se trata de una mañana pegajosa en donde todo parece normal, aunque el vecino de la casa a sus espaldas ha muerto, dejando sola a su esposa y a su jardín secándose.
La lluvia arrecia. Una identificación del trabajo cuelga polvosa del perchero de la entrada del apartamento. Felisa Alarcón, un diminutivo que decidió usar a un día de mejillas y labial melocotón, cuando su hija aún iba a la guardería. Sería bueno decir que pronto los susurros se irán y será un día luminoso, pero las penumbras amenazan con quedarse en su hogar. Ella cree que es su oportunidad para decirle al mundo que es correcta su percepción de que el mundo es una mierda y duele.
El lavabo de la cocina está rebasado. Los trastes se han acumulado sin que los restos de comida se hayan ido a la basura, igual platos que una lonchera de princesa. La única planta de la casa aún se yergue pizpireta esperando que la dueña de la casa regrese a verla y la premie llenando su barriga de agua. La ropa de madre e hija está regada por toda la casa. Hace mucho que nadie la recoge.
La tormenta se detiene un momento. Da igual..ella no se percata. Sin salir de la cama voltea a mirar las fotografías que descansan sobre las paredes y la mesa de noche. Son ella y su hija, Renata. Los pixeles parecen retratar a una misma persona en distintas etapas de su vida. Madre e hija aparecen en las imágenes con ropa de colores brillantes, se abrazan y ríen. Felisa. Renata. Solas, contra el mundo.
Felicidad mira, incansable, hacia arriba. Ajusta la mirada. Se concentra, como si en el techo cubierto de telarañas se pudiera abrir una esperanza. Como si la losa se pudiera resquebrajar y abrir el camino al cielo. Que hasta allá pudieran llegar las dos y, de nuevo, respirar aire puro. Hace semanas que aquí todo se han estancado. La madre ha caído al fondo del abismo y no hay poder humano que la saque de ahí.
Empezaba a oler mal cuando los vecinos llamaron a la policía. En lo que tiraban la puerta, Felicidad restiró sus cabellos, se lavó la cara y se puso un vestido vino que solía ponerse cuando iba a misa. Así, dejó que se llevaran a su Renata de diez años.
El informe policial recogió su testimonio. “Yo sabía que esta casa me comería, que sus paredes de susurros se sobrecogerían hasta estrujarme, quitarme lo que más quería y reducirme a lo que siempre he sido, nada”.