Nueve letras
Darwin Redelico
La clase de Literatura en la universidad está finalizando. Paul, el joven profesor, está dando las últimas indicaciones y adelanta los temas a tratar en la próxima sesión.
La escasa docena de alumnos que componen el curso cubre, sin embargo, un amplio abanico de inquietudes por la escritura. Algunos aspiran a lanzarse a navegar en las inciertas y vastas aguas del océano de una novela, otros prefieren las más seguras y mediterráneas de un relato corto, y también quien prefiere lanzarse en la cascada de un microrrelato o del haiku.
Pero Antonella bebía del manantial que lo crean todo. Amaba la poesía. Callada, discreta y meditabunda, como una hechicera en el bosque de las palabras que parecía siempre estar embelesando las cosas, las personas y los sentimientos en un conjuro de versos.
Esa noche, que particularmente la había tenido en silencio, aguarda a que sus compañeros salgan. Con el cabello recogido como siempre y con su ropa oscura y de talla mayor se encamina para ir a enfrentar a Paul.
-Si no te molesta quisiera mostrarte una poesía que compuse-
– ¿Por qué no lo hiciste en clase? –
-Es muy personal-
-Todas los son-
-Es que quisiera expresarle a alguien lo que siento, pero me da mucha vergüenza y pensé en hacerlo a través de una poesía. Leela a ver qué te parece-
Le entrega un papel con unas pocas frases garabateadas:
Templo de cristal que
Encerrada me tienes,
Angustia terrible siento y
Morir aquí dentro no quiero,
Odiosa vergüenza por
Palabras que no puedo pronunciar
Amor quiero confesar, por
Una única vez
Líbrame de este pesar.
Paul leyó para sí la poesía ante la atenta mirada de la escritora. Antes de hacerlo por segunda vez, levantó la vista del papel para dedicar un escrutador vistazo a ella, lo que hizo que el carmín invadiera sus pómulos. Inmediatamente volvió a concentrarse en el texto, no le pareció una de sus mejores inspiraciones, aunque dada la ansiedad que demostraba la chica, no quiso decepcionarla y se limitó a decirle:
-Está muy lindo, me gusta-
-Gracias-
– ¿Se lo mostraste? –
– ¿A quién?
-Al afortunado-
-Si-
– ¿Y qué te dijo? –
-Que estaba lindo-
– ¿Y se dio cuenta? –
-Creo que no-
-Bueno, a mí me gustó, tal vez tengas que ser más expresiva-
-Tal vez-
Dos semanas después terminaba el curso, y ya todos se preparaban para el trabajo final. Paul da los últimos consejos. Se saludan y despiden con la promesa latente de una celebración en breve.
Finalizada la clase, Antonella más taciturna que de costumbre, esta vez con el cabello suelto y la ropa más colorida vuelve a acercarse a su mentor.
-Quise probar con otro-
-Mostrame-
Otra hoja blanca, aunque esta vez garabateada con trazos de una caligrafía que parecía danzar espontáneamente y con adornos de algunos dibujitos que a Paul le parecieron simpáticos, aunque un poco infantiles. Le sonríe condescendiente y lee:
Tiempo perentorio que
Exacerba mi ansiedad
Angustiante finitud
Muéstrame el valor
O acaso una inspiración
Para expresarle
A quien yo quiero
Un solo verso, de amor eterno para
Los dos
Paul examina atentamente, como un buen profesor, el trabajo de Antonella. Pensó que mejoró, o por lo menos, estaba más claro. La miró a los ojos:
-Vaya, muy intenso-
– ¿De veras? –
– ¿Se lo diste? –
– Si –
– ¿Y qué dijo? –
– Que era intenso-
– ¡Qué bueno! ¿Y se dió cuenta? –
– Creo que no-
– ¡Qué tonto! No te merece-
– No importa, gracias de todos modos-
– Sigue insistiendo, seguro lo conquistarás-
Antonella se va retirando del salón. Apenas cruza el umbral de la puerta escucha el llamado de Paul, se da vuelta y lo ve blandiendo la cuartilla:
-Te olvidaste del poema-
-No importa, tengo una copia, quedatelo-
-Gracias, ¿vas a la despedida del año? –
-No creo. Tengo otro compromiso ese día-
-Qué lástima, nos vemos-
-Nos vemos-
Mucho tiempo después, en una tarde invernal Paul se hallaba ordenando su guardarropa. Al revisar el bolsillo interno de su chaqueta, encuentra el poema de Antonella que había hibernado en el olvido allí. Lo lee una vez, dos veces, tres veces. Y como si finalmente despertara de un maleficio que hubiera cegado su corazón, se da cuenta que la verdadera oda estaba en la primer letra de cada verso