No me abandones
Rosa Fernández
Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta,
porque me encuentro unido a toda la humanidad;
por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas: doblan por ti.
(John Donne)
Los vecinos se han protegido en sus casas, y dejado vacías las calles para que el agua se adueñe de estas. Cae sin misericordia, desde el cielo hasta la tierra: ya no logra absorber ni una gota más. El trueno y el relámpago por fin se han encontrado; batallan en el cielo, están furiosos y no vacilan en desatar su violencia sobre los mortales. El cielo se ilumina de vez en cuando; protegidos, algunos valientes observan el ímpetu con el que se enfrentan estas fuerzas letales.
El pueblo se apaga; el rayo ha hecho de las suyas, y la oscuridad se adueña de todos los rincones de las humildes moradas. Buscan las velas que tienen reservadas para tan nefasto acontecimiento; su titilante luz ayuda a alejar a los fantasmas que moran en los cuerpos de los más temerosos. Una niña se ha escondido bajo las faldas de la mesa, un poco levantadas, para distraerse con la luz de las llamas. “¿Dónde estás, papá?” es lo único que ella demanda.
Comienzan los rezos, acompasados por el retumbar de la tormenta desatada, al otro lado de la ventana. Se desgastan los dedos sobre las cuentas del rosario. No lo dicen, pero… guardan cierto temor a semejante tormenta. Los minutos se hacen eternos y, al fin, ese “Padre nuestro que estás en los cielos…” ya tiene el acompañante perfecto. Las oraciones, con suma destreza, se conjugan con el maravilloso sonido de las campanas. La niña sonríe: él lo va a solucionar. Pero no desea que su padre luche solo frente a quien los amenaza; para darle fuerza, desde allí abajo, comienza su particular plegaria:
Tente, nube, tente tú,
que más puede Dios que tú.
Ya en la torre de la iglesia, una figura solitaria —protegida tan solo por el paraguas de la fe— lucha con energía y con mucha ración de esperanza contra el titán que, calle arriba, rompe el cielo con sus rayos y sus truenos. Tiene miedo… ¿quién no lo tendría? Pero, aun así, continúa con su labor: tocar sin tregua hasta que el cielo deje de llorar piedras. Agarra fuerte las cuerdas, tira de estas sin interrupción posible, una y otra vez, para que el sonido se expanda, para que la tormenta se vaya. Para que alguien escuche sus plegarias. Debe lograrlo por los cultivos, por ellos mismos. Muchos agricultores de aquella comarca confían en que alguien, allá arriba, preste oídos al toque suplicante de sus preciadas campanas para que, por esta vez, no tengan que lamentar nada. Desde sus casas le dan las gracias.
Nuestro valiente aguerrido ya no mira el cielo, ya no cuenta los minutos; se ha trasladado fuera de este mundo. El agua lo golpea y corre por su cuerpo; se confunde con el sudor que él desprende. Sus brazos se quejan; él no los escucha. Tiemblan por la energía utilizada para que los badajos choquen contra las campanas y obren su magia, sin perder jamás el ritmo. Tiene la certidumbre de que su pequeña estará apoyándolo con su dulce balada; él la acompaña: “Tente, nube, tente tú…”.
Ya queda menos: lo siente por todo su cuerpo; algo muy dentro de él le susurra que, por fin, la tormenta se ha quedado sin fuerzas para persistir en su hostigamiento. Sus ruegos, convertidos en tañidos, han logrado su fin: no lo han abandonado.
La niña sale de debajo de la mesa: ya no hay agua que golpee con saña la ventana de la cocina. Está más tranquila; tenía la certeza de que su padre no iba a defraudarla. Él siempre lo logra.