Memoria de un hombre de una sola pieza
Ana Gargallo
“Ho visto un angelo nel marmo e ho scolpito fino a liberarlo.”
(Vi un ángel en el mármol y tallé hasta que lo puse en libertad)
Michelangelo Buonarroti
Me llamo David y tengo una historia única y espléndida, como tantos otros. La escribo desde mi pedestal, pero no por ello lo hago con altivez o soberbia; a pesar de mi aspecto, solo soy un muchacho que ha quedado suspendido, sin atreverse a bajar, de lo alto de la valla que separa las fronteras de su niñez y su edad madura.
Procedo de las faldas horadadas de los montes de Carrara; allí me arrancaron del vientre de mi madre, nacido como un cuerpo nuevo de “grano compacto, homogéneo y cristalino que recuerda al azúcar”; allí, resplandeciente e inmaculado, estrené mi individualidad. Era materia prima de primera, pero necesitaba a un padre para encauzar mi personalidad, cincelar mi talante y pulir mi aspecto hasta convertirme en lo que soy: un hombre “de una sola pieza”, perfecto a base de golpes contra la dificultad y las adversidades.
Fue mi primer padre, Duccio, quien me llevó a Florencia. Quería hacer de mí un gigante, pero muy pronto se reveló incapaz de convertirme en lo que todos esperaban, así que me abandonó sin muchas contemplaciones, no sin antes haber dejado en mí graves secuelas que parecían irreversibles y me convirtieron en un ser fallido que nadie se atrevía ya a enderezar.
Sería injusto atribuir todo el mérito de mi éxito a mi verdadero padre, sin duda, un genio y un trabajador terco e incansable. Es cierto que fue él quien “me sacó del arroyo” y me dotó de lo que todo el mundo conoce y admira y que, por pudor, no describiré en estas líneas. Pero no es menos verdad que es mi madre Tierra la que siempre ha estado conmigo en este duro y largo camino que parece llevarme hasta la inmortalidad.
Ella me acunó abrigándome con un manto de malas hierbas en aquel patio del Gremio de las Lanas que me acogió. Allí permanecí recostado durante mucho tiempo, hasta que el artista Michelangelo vino a buscarme.
Ella calmó mi soledad cantándome aquellas nanas que solo yo oía salir de entre las grietas del suelo del taller donde mi nuevo padre decidió esconderme a los ojos del mundo, hasta que consiguió de mí lo que se había propuesto. Fue ella quien me advirtió, susurrando a través de aquellas hendiduras, que debía ser modesto y resistente a la embriaguez exagerada de los halagos que desde entonces recibiría.
Y es que, a fin de cuentas, de mi madre heredé el temple pétreo y frío que ha hecho posible conservar todo lo que mi padre me dio: lucir un rostro impasible, a pesar del vacío negro por no poder mirar a nadie a los ojos; mantener el nervio contenido sin volverme un loco que es gigante y símbolo de lo pequeño al mismo tiempo; no caer en la tentación de lanzar la honda y la piedra de mi mano contra tantos goliats que quisieron hacerme daño; y, sobre todas las cosas, aguantar mi delicado pene en reposo y el torso en tensión ante la condena de no poder hacer mía a más de una de aquellas damas que rondan excitadas a mis pies a lo largo de los siglos.