Matrioshka
Roy Carvajal
La maestra de italiano regresó a su apartamento en Civitanova la noche de la despedida de sus alumnos, satisfecha por haberle enseñado el idioma a esos chicos. Su vestido floreado dejó ver su esbelta desnudez. Roció dos toques de body splash de fruta y cítricos en su cuerpo y vistió su camisón de encaje blanco. Sería la primera noche sin el cariño de aquel extranjero, que ella endulzaba con su apasionada forma de ser. Tomó su manta y se cubrió. La brisa de otoño ya asomaba por la ventana.
Miró el estante frente a su cama, donde la había puesto como separador de sus libros de idiomas y cultura. Su cabeza se llenó de recuerdos. Allí mantendría la Matrioshka que le regaló su amor de verano. Admiraba su pintura multicolor, con el pañuelo rojo de puntitos blancos, pintados así por algún artesano ruso para asemejar la nieve. Unas pinceladas parduscas dibujaban el cabello en flequillo, que sobresalía por el pañuelo amarrado a su cabeza esférica. El vestido folklórico amarillo decorado con rosas rojas. Guantes como protegiendo sus manitas del invierno. Con las mejillas sonrosadas de madre gordita y saludable. Y aquellas pestañas negras sobre los inmensos ojos azules, como los de su amado.
—Te extrañaré mucho. Quizá me llames y me invites a tu país. A pasar las navidades. Aunque tus padres vayan a pensar que soy vieja para tí.—dijo con una voz melancólica a la Matrioshka y se acostó.
—Sí, le daré tu mensaje.—musitaron los labios sonrientes pintados de rojo.
Demetria se incorporó espabilada.
—¿Me hablaste, muñequita?—no hubo respuesta. Apagó la lámpara.
Al otro día se despertó, se duchó, peinó su cabello rizado y tomó su capucchino con pan tostado. Un día de reuniones en la universidad, sin los chicos, sin paseos, sin cursos de verano.
Regresó a casa y vio que estaba posada en la mesa de noche. Se la veía más pequeña. Toc-toc. Sus nudillos comprobaron la madera hueca. La abrió. Dentro del cuerpo de madera delgada descansaba la siguiente muñeca.
«Seguramente la bajé del estante para limpiarla y olvidé ponerla de nuevo allí»—pensó mientras se acostaba.
—No, amiga. Solo quería acompañarte. —susurró la voz.
Demetria levantó la cabeza de su almohada para verla.
—¿Qué dices? ¿Es que lees mi mente? —pero no obtuvo respuesta. Apagó la luz y la dejó allí.
Así fue durante nueve noches. Y cada noche la Matrioshka se hacía más pequeña. Su cara tornaba roja cuando le preguntaba sobre Rusia. Se hicieron amigas. Charlaban y reían hasta que Demetria apagaba la luz.
La novena noche la encontró tan pequeñita que parecía una nuez. Charlaron, pero la maestra notó que estaba triste. Le preguntó el porqué, a lo que le respondió que deseaba tener un hijo. Que solo habían nacido hijas.
—¿Que pasó con tu madre, y la madre de tu madre?
—Toda su madera se fundió en mí. Con esa madera me he vuelto sólida y compacta. —respondió.
Demetria constató, tap-tap, no era hueca. Estaba muy cerrada y apretada. Intentó abrirla con una lima de uñas.
—¡Ay! Me dolió.—gritó la pequeña. Y moviendo sus guantes rojos para acariciarse la pancita dijo:
—Será un varón.
La maestra dedujo que se rompería el ciclo de maternidad. Era la última, la novena. Aunque eran siempre diez. Su exnovio ruso le había contado que cuando el artesano era incapaz de pintar algo tan pequeño, la última de las muñecas albergaba una bolita de madera, como una semilla. La Matrishokita le solicitó a la maestra que si podía dormir con ella sobre su almohada. Demetria accedió y con una mirada enternecedora la cobijó con la punta de la manta.
Amaneció fresco y soleado. Despertó. Miró al lado de su almohada. La muñequita partida en dos. Hueca. Vacía y ligera. No había desaparecido como las otras. Unió las dos partes y la regresó a la mesa de noche. Entonces Demetria sacó un pie, luego el otro y se sentó al lado de la cama. Unos golpecitos en su vientre llamaron su atención. Sintió el estómago revuelto. Un mareo. Volteó extrañada a ver a la diminuta muñeca. Como buscando respuesta. La Matrioshka redonda y sonrojada parpadeó. Le dijo sonriendo:
—Se llamará Oskar, como tu amado.