Mafalda

Leire Mogrobejo

—¿Otra vez sopa, mamá? No lo entiendo; desde que tengo uso de  razón, vos sabés que no me gusta la sopa. ¿O acaso se te olvidó? 

 

—Ja, ja,  Mafalda. ¡Qué cosas tenés! Hablando de sopa, ¿cómo va tu guerra con la marca Avecrem? 

 

—Muy bien, mañana pasa mi cliente a testificar, y el doctor encargado del caso. ¡Vamos a ganar! 

Ya te dije que la sopa es perjudicial para la salud. 

 

—Mi sopa es casera; no es de marca. 

Es increíble que haya habido tanta gente contaminada, ¡ni que fuera Chernobyl! 

 

—Pues ha habido más casos de cáncer por metro cuadrado que de malformaciones allí. ¿Te imaginás? 

Mafalda llegó al juzgado llena de energía para defender su caso, y salió ganadora. 

 

Después de esta victoria, todos los enfermos, asiduos de la marca Avecrem, empezaron a contactar a Mafalda. El trabajo era tal que decidieron crear una asociación,concentrando así su tiempo en una causa común. A partir de entonces, defendería la asociación por la causa de todos los afectados. 

 

Empezó a recibir amenazas de muerte, pinchazos en las ruedas de su coche y pintadas en la pared de su gabinete de abogados. 

Pero Mafalda, aunque malhumorada, seguía con su defensa. No les tenía miedo, puesto que era cinturón negro en judo; además, no luchaba solo por sus clientes: era su propia guerra. 

 

Una noche, como todos los viernes desde hacía tiempo, se fue a tomar unas copas al Basa Bar con sus amigos Felipe, Susanita, Libertad y Manolito, que se conocían desde su más tierna infancia.

 

—Manolito, ¿cómo puedes llegar siempre el último? —reprendió Susanita a su marido con aires de superioridad.

 

—¡No empecés vos!, que, al final del mes, cuando recibís mi nómina de director de las Galerías Pacífico, no te quejás, y bien contenta que estás de tu maridito —añadió Manolito mientras la besaba en la frente.

 

Se echaron todos a reír y, acostumbrados a estos rifirrafes, pasaron a otro tema:

 

—Los músicos se están preparando, y Miguelito aún no ha llegado. ¿Alguien sabe dónde anda? —preguntó Libertad con su acostumbrada inquietud. 

 

—Está en su camerino ensayando su texto; no sé cómo no se lo sabe aún, si lo escribió él —respondió Felipe. 

 

El teléfono de Mafalda sonó. Se desplazó fuera del local, para poder hablar con más tranquilidad. Cuando acabó su conversación, sacó un pitillo de su bolso, pero no encontraba su mechero. 

Una luz brillante le iluminó la cara: era el fuego de un zippo, que prendió su cigarrillo. 

 

Ella no distinguía bien la cara del hombre, pero sí sus ojos, esos ojos añil que la miraban con insistencia. Eran los del encargado de la seguridad del director de Avecrem. 

 

—¿Me está siguiendo? Porque, si es así, sepa que no le tengo miedo: voy armada. Desde sus amenazas de muerte, estoy preparada para todo. 

 

—No se ponga nerviosa, muñeca. 

 

—¿Muñeca? Pero usted, ¿quién se cree que es? 

 

—Tengo que darle un mensaje —añadió dándole un espeso sobre marrón. 

 

—¿Me está ofreciendo dinero a cambio de abandonar el caso? 

Dígale a su jefe que no me intimida, que su caso está perdido de antemano y que esté preparado para el juicio del lunes; que se ahorre el dinero de su chantaje porque le hará falta para indemnizar a mis clientes, y son muchos.

El hombre sacó una pistola; la colocó en su sien.

 

—¡¿No entendés vos la importancia de este mensaje?! No es una advertencia: es una orden, si no… 

 

—Si no, ¿qué? —lo desafió Mafalda, liberándose en un solo movimiento. A su vez dio un paso hacia atrás sacando su arma del bolso—. No me lo pensaré; si tengo que apretar el gatillo, lo haré. 

 

—¡No lo harás! Solo eres una abogaducha —afirmó quitando el seguro de la pistola. 

 

¡Pum, pum! Dos disparos salieron del revólver de Mafalda.

El señor cayó desplomado. 

Mafalda guardó su pistola y, sin moverse, llamó a la policía para poder explicar lo que había pasado: declaró que había sido en defensa propia. 

 

Al lunes siguiente, libre de cargos, Mafalda pudo presentarse para defender a sus clientes y, como lo había predicho, ganó.

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