Las dos caras de la moneda

Iván López

La mera verdad es que yo nunca quise a mi abuelo. El viejo podía ser todo, menos un abuelo. O por lo menos conmigo nunca lo fue. Es por eso que, en su velorio, cuando todos los nietos y bisnietos estaban llorando, yo fui el único que no derramó ni una lágrima, tampoco me soné los mocos porque no tenía, ni se me quebró la voz al hablar de él. No podía hablar mucho, porque no tenía buenos recuerdos de su persona y me convenía quedarme callado en vez de hablar puros recuerdos inoportunos y dolorosos.

Se llamaba Jacobo, era un hombre chaparro, con una panza prominente que no hacia otra cosa más que aumentar con los años, quizá por tanta tortilla que mi abuelo tragaba. Sus rasgos no eran finos, tenía cejas muy pobladas y el bigote crecido. Puedo jurar que en mi vida solo lo vi rasurándose en dos ocasiones. (Y mire que toda mi niñez la viví con él) 

Y usted se estará preguntando porque nunca lo quise, ya que sería alguien detestable si mis únicos motivos fueran su apariencia física. Pero el problema que tuve con mi abuelo fue que conmigo él siempre fue un verdadero cabrón. Siempre me trató distinto de como trataba a sus otros nietos. Ni a mi hermano lo jodía tanto como a mí, entonces la culpa no era de mi apá. Pa mí que ese viejo traía algo conmigo.

Eran tantas cosas que ya ni me acuerdo de todas, a lo mejor y decidí olvidarlas para ya no rabiar cada vez que recordaba sus maldades, porque mi mujer me dice que aún cierro los puños con fuerza y me pongo colorado cuando recuerdo como a todos los nietos les daba su “domingo” sin hacer nada. Los escuincles solo se formaban uno detrás de otro para recibir la lana que con mucho gusto les daba el viejo. Y cuando llegaba mi turno para recibir mi dinero, el viejo me lo negaba y me ponía a hacer cosas como tallar el piso hasta que quedara bien limpio o a pintar un cuarto de cualquiera de mis primos que necesitara una buena mano de pintura. “Si quiere dinero, debe de aprender a ganárselo” decía mi abuelo y no mentía, el problema es que solo yo tenía que ganármelo. 

Lo mismo pasaba con los zapatos para la escuela, cada año el viejo les compraba pares nuevos a todos sus nietos, excepto a mí. Que solo cuando ya no me entraba el viejo y desgatado zapato, era cuando mi abuelo me compraba un par nuevo. Y los que me compraba siempre fueron los más baratos y corrientes que podía encontrar. “Pa que vea que lo material no importa mijo, porque nada se lleva uno cuando estira la pata” Y aunque decía la verdad, parecía que los otros nietos si se iban a llevar sus cosas al otro mundo. 

Y así fue toda mi vida, siempre hecho a un lado por mi propio abuelo. ¿Y la abuela? Se preguntará usted, pues la señora pasó a mejor vida a causa del mismo accidente que mató a mis padres y a mis tíos, ese maldito autobús que dejó viudo al abuelo y huérfanos a mí y a mis primos. Por eso todos los nietos vivíamos con el abuelo, porque él fue el único de los adultos que no se subió al autobús para cuidar de la bola de niños que éramos, todos los demás se fueron de parranda, pero un conductor borracho hizo que ya no volvieran. 

Y mire usted que mi abuelo no era pobre, tenía muchas propiedades y terrenos. Por eso los nietos aguardaron con tanta expectación al notario para que leyera el testamento de mi abuelo. Y por eso también todos me tuvieron tanta envidia cuando se supo que el condenado me había dejado todo a mí. Absolutamente todo a mí. Desde entonces ya ni mi hermano me habla, siguen molestos y me han apartado de la familia, aunque yo ni culpa tengo. Mi mujer me dice que esté agradecido con mi abuelo que está en el cielo, porque en realidad siempre fui su favorito. Me dice que siempre me dio las lecciones más valiosas a mí. Y yo le quiero creer, pero para mí que el viejo en realidad se está riendo de mi desde el infierno, porque incluso muerto halló una forma de volverme a joder la vida.