La rutina perfecta

Gabriela Cortés

A su alrededor, sus hijos platicaron entre ellos sin prestarse demasiada atención. Otros invitados bailaron al centro del salón, agitados. Sonreían; tarareaban las canciones y echaban porras al festejado, ¡medio siglo de vida! Rieron pícaros. Era una tarde alegre; el sol brillaba sin ninguna nube que obstruyera sus rayos. 

La música iba de década en década, hacia adelante; luego algunas canciones más viejitas. Sonó el ritmo inconfundible del danzón; su corazón latió con fuerza, su cuerpo sintió el impulso de dar un brinco. Esbozó una sonrisa, la cual en segundos se convirtió en tristeza. No resistió más; sus ojos se nublaron. Las lágrimas salían una tras otra sin que pudiera evitarlo; su nariz, sus mejillas se enrojecieron. Se esforzó por contenerse, pero eran tantos días sin él… Su cuerpo se agitó. 

Todos evitaron verla; ella limpió sus lágrimas con rapidez, apenada. Alguien le acercó una servilleta, la cual fue insuficiente. A su alrededor todo seguía su ritmo; sus hijos, un poco serios, veían hacia el frente. Los nietos no se percataron. Ella siempre se había mantenido fuerte, dispuesta, animada; desde el día del sepelio nadie más la había visto llorar. 

Buscó horas solitarias, los espacios vacíos. Allí recorrió las historias juntos, las fotografías en blanco y negro. Tocó su ropa; la olió cuanto pudo, antes de que todos determinaran que era mejor regalarla. Ante la gente decía para aparentar: “Sí, fue lo mejor, sufrió mucho y ahora descansa en paz”. Como si aquella frase le trajera consuelo… En realidad, lo decía sin sentirlo; él, ubicado en un lugar mejor y ella destrozada, sin sentido. 

 “¿Qué hace una señora de su edad sin marido?”, se preguntaba constantemente. Desde el día de su boda, no hubo uno solo separados. El mandado, las fiestas, las enfermedades, viajes… Todo lo hacían juntos. Él bailaba apenas escuchaba la primera nota; ella, su pareja perfecta. Durante su enfermedad, Dalia lo cuidó con esmero: bien alimentado, limpio, peinado. Cada día seguía una rutina perfecta, sin quejarse. 

El día que ya no estuvo, no supo qué hacer. Quiso enfermarse y morir, pero su cuerpo, a pesar de su edad, era fuerte. La costumbre la hacía levantarse de la cama e ir aquel cuarto vacío. Sus hijos le comunicaron que se iría a vivir con alguno de ellos; Dalia se negó. La condición era verla bien; a diario recibía visitas. La encontraban con la casa limpia; ella, bañada y arreglada, como si fuera a asistir a una reunión.

El primer año guardó luto: sin fiestas, música, vestida siempre de negro. Así hubiera continuado de no ser por sus nietos, quienes le llevaron ropa de colores. Las visitas cesaron, y ella se quedó con su rutina; justo a las cinco de la tarde permaneció sentada en el sillón de la sala esperando. Con una sonrisa fingida, con la mirada hacia la nada. Inamovible. Solo la interrumpía el sonido del timbre, con la inspección de alguno de sus nietos. 

Por insistencia de sus vecinas, acudió cada tarde a un grupo de tejido. Disfrutó un par de veces de las bromas; al regresar, la casa era inmensa. Pasaron tres años… tristes. Parecía haberlo superado hasta esa tarde de fiesta, donde el peso de la soledad salió por sus ojos. 

Al día siguiente, al despertar suspiró. Sintió alivio en su corazón. Se puso las medias ajustadas; la faja para ayudar a su columna. Buscó su dentadura postiza; desayunó con calma. Los pájaros cercanos a su casa cantaron animados: no les había puesto atención. Sintió el calor del sol en su rostro. El café olía delicioso; lo tomó a sorbos. Desde la ventana observó las plantas, verdes, llenas de vida gracias a su cuidado. Un colibrí posó en ellas. Abrió las cortinas; redescubrió su casa, amplia, iluminada, llena de recuerdos alegres. Después de tanto tiempo, se sintió feliz.

Aquella tarde se puso su vestido de flores favorito; pintó sus labios de naranja y delineó sus ojos. Justo a las cinco de la tarde, estaba lista; cambió de asiento, se acomodó frente a la silla donde cada día había visto pasar sus días. Entonces, aún con fuerza, salió en busca de la vida o, sin saberlo, al encuentro de la muerte.