La promesa

Miguel A. San Emeterio

Cerré la oficina antes de tiempo para irme de cervezas con mi padre. 

Julio, el dueño del bar, calentó la conversación al criticar la gestión del alcalde. Estuvimos lanzando propuestas al aire para arreglar el municipio y erradicar el tráfico de drogas en las calles. La barra se llenó de botellines vacíos, salpicaduras de salsa y aceite, servilletas arrugadas y platos de media ración amontonados; la superficie de madera estaba pegajosa, y me costó despegar la hoja informativa de un nuevo partido político independiente.

—Necesitamos gente para presentarnos a las siguientes elecciones —dijo Julio.

—No sé si valgo para la política.

—Si tanto deseas mejorar este pueblo —siguió mi padre—, la política es el único medio.

Rellené la solicitud de ingreso. Me puse de pie en un taburete y contagié al resto de comensales mi euforia ideológica; me aplaudieron, me invitaron a tres rondas de licor y terminé saliendo del bar a hombros de Julio.

—¡Presidente, presidente, presidente…! —gritaron, hasta que el grupo se dispersó y me quedé solo con mi padre.

Al año siguiente, cuando ganamos las elecciones, celebramos el éxito en el bar donde todo había empezado. Aún recuerdo los abrazos prietos que oprimían mis costillas, los saltos, los vítores, las peticiones de aquellos que rebajaban su dignidad con tal de recibir algún puesto de confianza, las risas y las botellas de champán, cortesía del dueño del bar, que volaron mano a mano y chorrearon gargantas, pechos y suelo a cada trago.

Me despedí de Julio antes de llegar al desmadre; recuerdo el símbolo del dólar marcado a fuego en sus pupilas. Salí y sentí el alboroto del local alejarse de mis oídos. Pero una mujer sentada en el escalón de un portal frenó la inercia de mi júbilo; lloraba con las manos apoyadas en la cabeza. Su hijo Javier, un niño de nueve años con síndrome de Down, entró en una crisis violenta de comportamiento. La convivencia en casa se convirtió en un calvario para ella, pero lo que le preocupaba de verdad era que Javier pudiera valerse por sí mismo en el futuro.  

—Hay ciento cincuenta niños con síndrome de Down en la comarca —expuso la madre de Javier sumergida en el sollozo—. Necesitamos un colegio especial con profesores competentes para estas criaturas.

—Te prometo que trabajaré duro para conseguirlo.

—Todos los políticos decís lo mismo y luego…

—Te lo prometo —interrumpí—. Yo no soy como ellos.

Lo primero que hice al ostentar el cargo de alcalde fue localizar un solar para construir un centro de educación especial. Encontré uno con las características adecuadas, el único que había con la superficie mínima para albergar un centro educativo, pero ese terreno estaba reservado para satisfacer los intereses de la promotora que había financiado nuestra campaña electoral: Pacheco S.A. 

Julio se comprometió a ceder a Pacheco S.A. los derechos para el levantamiento de un centro comercial; cuando me lo dijo, entendí su interés por la Concejalía de Urbanismo y esos ojos de millonario la noche que ganamos las elecciones.

Cité a Julio en mi despacho de la casa consistorial y procuré sensibilizarlo a favor de los niños con síndrome de Down.

—El ayuntamiento está en quiebra —me dijo—. La deuda asciende a treinta millones de euros. No hay dinero ni para pagar a los proveedores.

—Julio, tenemos que hacer algo por esos niños.

—¡Deja las gilipolleces para otro momento!

Julio dio un puñetazo sobre la mesa y se levantó de la silla.

—Le damos la parcela a Pacheco y nos llevamos la comisión calentita. 

La deuda borró de mis pensamientos la idea del centro de educación especial, pero esos niños seguían pellizcando lo más profundo de mi corazón.

Una mañana me trajeron al despacho un documento para autorizar las obras del centro comercial y firmar la concesión de la propiedad del solar. Lo leí dos veces. Saqué un bolígrafo plateado de mi chaqueta y, cuando me dispuse a firmarlo, un hombre tocó la puerta y entró sin pedir permiso. Era Manuel Caco, un famoso narcotraficante que me pidió hacer la vista gorda a cambio de dinero.

—Dos millones —le dije.

Dos millones que utilicé para construir el centro educativo para niños con discapacidad intelectual.